I
Desde la infancia se le enseña a uno a desconfiar de los extraños. No abrirles la puerta, no ir con ellos si nos lo piden, no aceptar dulces de su parte. Voltear a ambos lados antes de cruzar la calle y amarrarnos las agujetas si es posible. Pero al crecer, para nuestra más tórrida sorpresa, no son ni las agujetas ni los extraños nuestros más grandes detractores.
No hay, desgraciadamente, algún otro cobijo.
El mundo que desde afuera nos percibe se burla quedamente de nosotros sin mayor piedad.
Nuestro peor verdugo duerme en casa, nuestro mejor enemigo.
II
Pese a la dimensión de lo fatal se intenta desahuciadamente vivir día a día.
Asistir diariamente al trabajo, no ausentarse en la academia, saludar a los amigos.
Continuar como si nada muriera y todo pasara.
Pero ante semejante desazón hay una máxima que a todos nos desalienta: no es preciso confiarse de los humanos que nos rodean.
Somos espías que juegan a esconderse de los perros de la muerte.
III
Desafortunadamente, ni el pasar de los años, ni las experiencias significativas compartidas con aquellos perros que en primer instancia parecen mansos, serán de nuestra confianza una garantía.
Todo ser humano, intencional o desafanadamente, tiene listo el puñal para clavárnoslo en la espalda.
Sin más por mencionar, esto nos queda de la vida:
La sobrevivencia.
IV
Cuando ya dentro del supuesto acto inconsciente, somos presas de nosotros mismos, olvidamos las llaves, la cartera, responder a las entrevistas de trabajo, fomentar un autocuidado indistinto.
Debemos, por lo tanto ser, cautelosos con la medida de nuestro autosabotaje.
V
Es preciso ser fiel a los principios que nos quedan, o de otra manera, planear nuestro suicidio.
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