San Judas de todos los cielos

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A todos mis amigos de la Banda

La primera condición había sido que nadie, de los tres compañeros ahí reunidos, podía tomar una sola gota de alcohol hasta que hubieran llegado a su destino. Fascinados por el reto propuesto todos aceptaron gustosos y emocionados, imaginándose el gran festejo una vez estuvieran allá. Uno de ellos, el menos acostumbrado, preguntó entonces sobre cuál sería la segunda condición de su aventura y todos acordaron que debía hacerse el camino a pie y sin detenerse a descansar. Con esto en mente, los tres muchachos guardaron cama sin que el sueño pudiera llegarles. Y es que, en medio del insomnio, se sentían extrañados por la idea de que era la primera vez, en cinco años, que no irían a dormir ahogados en alcohol.

A raíz del poco sueño, los tres amigos partieron unas horas más temprano, justo antes de que el sol coronara las ventanas. El viento frío chocaba sutilmente sobre sus rostros pero se negaron a llevar prendas de más, seguros de que al anochecer estarían mejor abrigados por la piel de algunas jovencitas pueblerinas.

Salieron de la ciudad tomando la carretera del oeste y siguieron por el mismo sendero, tal y como habían decidido, hasta que el sol los alcanzó y un sudor frío recorrió sus frentes hasta pintar con una mancha la camisa de los aventureros. Estos, sintiendo la urgencia de refrescar la garganta con agua, se aguantaban las ganas con el sueño despierto de copa helada y cigarros en la boca. Preferían la espera aquella a cualquier charco de agua fría que pudiera aparecer en el espejismo del camino. La sobriedad se hizo entonces más pesada que el sol sobre sus cabezas

Mientras trataban de ahuyentar la sed se preguntaban con gran curiosidad sobre el remarcado abandono de la carretera. Encima de la frontera de asfalto se sentía la ausencia del tráfico habitual y los parajes campestres se llenaban de pastizales secos y arboles roídos, mientras dejaban poco a poco atrás las casitas emancipadas de la urbe de donde ellos provenían.

Con algunas horas ya a cuestas alcanzaron la sierra y continuaron siguiendo la línea amarilla que dividía con hipo el cálido asfalto. Según la hora marcada eran apenas las once, pero sentían que el cuerpo había recorrido algunos años adelantándose al reloj. Iban entonces así cuando uno alcanzó a divisar una obtusa mancha que se dirigía hacia ellos desde el otro lado del acantilado por el camino de tráfico ligero. Se quedaron quietos, mientras estiraban las orejas para tratar de escuchar al auto venir, pero su sorpresa fue mayor cuando en lugar de un vehículo, quince perros aparecieron a trote desde la curva más cercana y con la lengua de fuera salpicando estruendosamente las laterales. Con el miedo también agotado, los tres jóvenes aventureros sólo alcanzaron a tomar su derecha, tomando refugio bajo el abrigo del resto de la montaña.

Los perros, sorpresivamente, ni siquiera se inmutaron. Trotaron sin prestar atención a los muchachos y siguieron su camino perdiéndose en una de las curvas que ya habían pasado los tres pobres sobrios. Miraron a tal dirección y no encontraron de ellos más que el polvo que había sido levantado por la jauría. Nunca habían deseado tanto una cerveza como en aquel momento.

Se dieron cuenta un tiempo después que se encontraban perdidos y el camino no los llevaba a ningún lugar. El silencio todavía hacía doler la cabeza y aunque se hubieran resignado a romper con la segunda de las cláusulas de viaje no había vehículo a cual pedir un aventón. El tráfico, como antes mencionado, seguía ligero. Tan ligero, que ni siquiera existía; con el sol ardiente como el único testigo de aquella situación.

A punto estaban de rendirse y de echarse a morir sobre la tierra caliente cuando el golpe de pezuña y herradura los despertó de la resignación. El camino ya era recto y sin curvas o colinas, por lo que fue más fácil encontrar la fuente de aquel sonido esperanzador. Un hombre ya de últimos años venía a paso lento sobre un burro también viejo. Llevaba el sombrero desgastado y una sonrisa con un número de dientes que podían ser contados con una sola mano. El viejo se acercó lo suficiente para que uno de los muchachos pudiera hablar con él.

-Disculpe…- el anciano parecía distraído, pero finalmente hizo contacto visual con el joven –Oiga, perdone que lo moleste señor pero ¿podría decirnos como llegar a San Judas de los Cielos?

El viejo mantuvo la sonrisa y el silencio mientras observaba con detenimiento a los tres jóvenes aventureros.

-Pues… – exclamó después de un largo silencio –Si mi memoria no me falla sólo hace falta que sigan este sendero y tomen el camino de la derecha cuando encuentren la intersección. Si toman el otro camino, mh… volverán a la ciudad.

-Muchas gracias, señor.

El anciano empezó a reír mostrando los escasos y cobrizos dientes y siguió su camino tras el agradecimiento. Los muchachos analizaron sus opciones y, dejándose vencer por la sed humana, decidieron pedir un poco de agua para la causa. Sin embargo, cuando volvieron la vista al camino, el viejo había desaparecido por completo, con todo y el golpe de pezuña y herradura del pobre burro enfermo de vejez.

Encontraron la intersección un par de kilómetros más adelante y el grupo se dividió cuando el más joven de los tres prefirió volver a casa antes de sufrir un rato más de sobriedad y espejismos rurales. A pesar de la persuasión el muchacho volvió por el camino de la izquierda y los otros dos continuaron la aventura al pueblo de San Judas de los cielos, inspirados por las deseosas pueblerinas que buscan a toda costa salir de ahí, las cantinas de copas baratas y las fiestas bravas de máscaras y fuegos artificiales. Si, todo habrá valido la pena una vez estén allá, pensaban los no desertores; y continuaron por toda la derecha hasta perderse entre la bruma del abandono.

Un par de días después, el muchacho que se había escapado de la travesía sin fin, fue a parar un rato a una de las cantinas de la ciudad donde podría imaginarse que era el mismo del pueblo chico a donde no pudo llegar. Cuando se estaba acomodando se encontró con sus dos compañeros, hartos de alcohol y tabaco, medio dormidos en una de las mesitas del centro. La mesa apestaba y había algunas manchas de vómito que ya se habían secado. Cuando el joven les preguntó sobre lo acontecido con el pueblo, el menos borracho de los dos contestó:

-Pues… pues si… fíjate. Llegamos cuando la fiesta acababa de empezar… si… y que nos sueltan la bomba de que había ley seca hasta el próximo lunes por lo mismo… – su voz hacía pausas con hipo y angustia. -Carajo… y que me dice el idiota este…¡No importa, vamos a buscar a las jovencitas! –dijo dándole un pequeño golpe a su compañero con el codo -Y ahí vamos… Encontramos a dos chiquillas que no demoraron en acompañarnos hasta el hotel… ¡Traviesas las condenadas! ¡Ni parecían de pueblo!  …pero pues con toda razón, a la mañana siguiente nos dimos cuenta… pues… cuando la luz les dio al rostro: ¡Hombres! ¡Hombres con bolas, y gomas mal puestas y todo lo demás!

-Mierda… ¿Y qué hicieron entonces?- preguntó el desertor, aguantándose la risa y pidiéndose además un escocés en las rocas para acompañar.

-¡¿Qué más?! ¡Nos volvimos de inmediato y comenzamos a beber! Manadas de perros, viejos siniestros, pueblos fantasmas y mujeres con huevos… Nunca más volveré a estar sobrio… ¡Es un peligro de puta madre!

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