No queda mucho del sol

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La casa había comenzado como un proyecto de individualidad e independencia por parte de su humilde comprador: Rosco Martínez. No era exactamente una maravilla, pero aquella casa de pocas ventanas y un solo piso le daban la sensación de libertad que, por mucho tiempo, había estado buscando desde que terminó la carrera universitaria.

-150 mil pesos muy bien gastados- decía ocasionalmente Rosco, cuando salía al jardín a fumar un rato y se quedaba contemplando el fruto de su esfuerzo.

Sabía que no era esa enorme mansión que veía en sus sueños, pero creía que con un poco de esto-y-aquello podría levantar todo un castillo de esos cimientos. Para él y tal vez para quien fuera a convertirse en parte de su familia. ¿Qué importa que sólo tuviera tan pocas piezas? Una recamara, una pequeña cocina, un baño accesible, una recibidor estrecho y un jardincito empobrecido eran justo lo que él necesitaba para comenzar una nueva vida lejos de caseros e inmobiliarias que sabían muy bien que botones presionar para sacarlo de sus casillas.

Poco a poco entonces Rosco fue dándole vida al hogar. De dormir en el suelo, entre periódicos viejos y sabanas manchadas, hasta el encuentro fortuito de un colchón en la basura; y, después, la cama de madera, la colcha cálida y abrazadora, la almohada reconfortante y la espina tranquila. El librero, el clóset, la televisión a color y la radio-despertador fueron parte de la misma carrera.

Después llegaron las cortinas de baño, la tapa de inodoro, el jabón y el champú de buena marca, el tapete y los cepillos de dientes que iban desechándose constantemente.

La cocina fue lo más difícil. Comer en frío y comer con frío era desgarrador pero tuvo que pasar el tiempo antes de que Rosco pudiera conseguir una estufa, madre creadora, que le calentara el corazón. Posteriormente llegaría el refrigerador, padre conservador, quién dedicó cuerpo y alma en mantener la rectitud en los alimentos.

Más tarde la mesa de caoba y las sillas barnizadas. Y la alacena llena y las flores en el centro de la plaza. Los sillones en la sala, las revistas en la entrada y un lugar para colgar las llaves. ¡Y los cuadros! Los bellos cuadros pintados a mano por artistas locales que buscan, como Rosco, hacerse una vida con un hogar como el de él.

El jardín se llenó de flores, de un pasto verde y de cantos de golondrina; con algunos árboles salpicados en la entrada. La fachada, muy aparte, fue pintada con un verde azulado que podía masticarse como si estuviese hecho de chicles.

Entonces Rosco quería más y obtuvo más. La segunda planta y el matrimonio llegaron al mismo tiempo, como si la casa fuera un árbol de cemento y cal que crecía con Rosco. Cuidando de él y ahora de su esposa, cobijándolos bajo sus brazos. Pusieron una terraza, un cuarto más grande y un saloncito de lectura. Abajo, donde fue su cuarto por tanto tiempo, se convirtió en el área de lavado. La sala, en área de reunión; y la cocina se llenó de artilugios innecesarios.

Los cables comenzaron a recorrer las paredes buscando donde conectarse. Cuando se terminaron los tomacorrientes, y los adaptadores de enchufe múltiple ya no daban para más, Rosco tuvo que instalar nuevos por toda la casa. Así, todos los aparatos terminaron conectados al mismo tiempo.

-La televisión de alta definición, si. También el estéreo y el teatro en casa son necesarios, claro. No podemos olvidarnos del reproductor de DVD, la consola de videojuegos, las lámparas de mesa y el teléfono del centro- decía Rosco mientras instalaba los nuevos tomacorrientes. –Para la cocina el extractor de jugo, no se puede empezar el día sin un buen jugo de naranja. ¡Ah! Y el tostador, cuanta falta hace. El horno de microondas, la licuadora, el buen padre samaritano de refrigerador, bendito sea; la lavadora, la secadora y la plancha, para tener la ropa impecable.

-¿Qué más te falta, querido?

-Claro, claro, el secador y la plancha para el cabello. Las lámparas del cuarto para poder leer un poco en la noche antes de dormir. El router, las computadoras portátiles, el cargador de pilas, el de la cámara digital, de video…

Y más o menos eso lo resumía todo. Por las paredes cruzaban los cables yendo y viniendo de un lado a otro y todas las cosas funcionaban al mismo tiempo. Pero Rosco quería más y un día decidió que aquella casa, enorme seno materno, no le era ya suficiente. Al día siguiente puso un aviso en el periódico y colocó el castillo en venta. Pronto encontró comprador, claro, y así, en un par de semanas más dirían adiós al hogar donde crecieron.

Cuando llegó el día de la entrega de llaves, el hombre que había de ser el nuevo dueño de la casa se presentó puntualmente esperando ver en la calle un enorme camión de mudanza y a la feliz pareja con las maletas en la puerta. Sin embargo, después de algunos timbrazos, nadie había salido a recibirlo.

Se asomó entonces por las ventanas solo para darse cuentan de que todos los muebles seguían en su lugar. Impaciente regresó a la entrada y trató, sin éxito, de llamarlos a gritos pero nadie contestó. Cuando estaba a punto de retirarse pensó en girar la perilla de la puerta por si existía cualquier posibilidad. Así fue exactamente que pudo entrar al recinto.

Adentro del inmueble había un silencio incómodo que erizaba la piel. El comprador pasó por la sala y subió entre pausas por las escaleras, observando rincón por rincón y llamando a Rosco y a su esposa. Sin respuesta aparente caminó por el pasillo hasta detenerse frente a la puerta de la habitación principal. Tragó saliva, con un enorme mal presentimiento carcomiéndole la cabeza, y abrió la puerta. Un grito se escapó entonces de su boca y salió, aterrado, de la vivienda.

Unas noches antes de eso, Rosco y su esposa habían sido sorprendidos por extraños ruidos en la casa. Mientras trataban de salir de la habitación para ver de qué se trataba todo ese asunto, los cables que salían de todos lados cruzaban por los muros del inmueble como si de telarañas se trataran.

La feliz pareja se encontró entonces con un extraño y repentino movimiento en las paredes de su hogar. Estas, hinchando y deshinchando el concreto de su estructura, hacían parecer que se encontraban dentro de un enorme pulmón que respiraba agitado por la situación. Los cables, que ya cruzaban los muros, hacían transitar por estos la sangre espesa y pesada de una madre herida de muerte. Rosco y su esposa trataron de pedir ayuda al ver que aquellas arterias oscuras se acercaban a ellos y que las paredes iban achicándose a cada momento, pero fue en vano. Se quedaron ahí mientras que la casa, triste y desgraciada, digería lentamente los cuerpos de aquellos por los que sentía un amor incomprensible. Así ya nada podría separarlos.

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