La tercera y mujer

−¿Si les cuento una historia me da un mendrugo de pan y algo de vino? –dice una mujer de unos 50 años, desarrapada, cabellos desordenados y ojos azules, a unas mujeres que estaban lavando en el río. Todas ellas de ojos obscuros.
−Pero que sea una historia interesante, ya me cansé de los chismes de estas –dice una de ellas.
−Había una vez un reino en el que la tradición era que el hijo mayor del rey fuera el sucesor, que tendría que ser hombre, también. Pero, resulta que el hijo mayor era todo un artista, tocaba la mandolina como nadie, componía canciones y versos llenos de sentimiento, y le gustaba el teatro.
−Y eso, ¿qué tiene de interesante? –interrumpe una de las asistentes mientras se seca el sudor de la frente.
−El segundo, era también un varón, muy atlético, hábil para todo tipo de juegos físicos, luchas, espadas, carreras… siempre ganaba en lo que competía.
−Claro, era el hijo del rey –dice una mujer, y todas se sueltan la carcajada.
−La tercera era mujer, hábil en todo lo referente a la organización del reino y en la resolución de problemas con los ciudadanos, astuta para los conflictos con otros reinos; siempre fue muy inquieta, le gustaba investigar todo, plantas medicinales, estrategias de batallas, historia, leyes de la Física, comercialización. La cuarta…
−Pues, ¿cuántos son?, ya me aburrí
−La cuarta y última, era tierna, detallista, con buen gusto para todo lo que fuera la decoración del palacio, del vestir, y de los adornos para el cabello; su anhelo era encontrar a su príncipe azul, casarse y tener muchos hijos. Hacía unos postres exquisitos.
−Pues, que nos convide, a ver si es cierto. Ja ja ja.
−Todo en el castillo era como de costumbre, a los varones los educaban para que un día gobernaran, y a las mujeres para ser todas unas damas de la realeza. Pero un día el rey enfermó de una afección en el pulmón, cuando la edad de sus hijos oscilaba entre 19 y 16 años. La tercera hija buscó y buscó y encontró a un alquimista de otro reino que podría curar a su padre, pero como era la tercera y mujer, nadie le hizo caso. Al agravarse más el rey decidió nombrar a su sucesor, que era sin duda, el hijo mayor. Entonces, el reino se volvió todo un caos, al hijo mayor ni le interesaba, ni quería reinar, solo se ocupaba en su arte. El reino vecino aprovecho esta situación y se propuso conquistarlo; el hijo mayor solo mandaba cada vez más y más hombres al frente. El padre que todavía no moría, se enteró del pronóstico de la batalla, mandó llamar a su hijo mayor y le dijo que era un inepto, flojo, incapaz, una verdadera vergüenza para él y su reino, maldijo la hora en que nació, y la culpa de todo se la echo a la madre. El hijo, abatido, se fue corriendo y se cortó las venas, no sin antes dejar una nota que decía que ninguna culpa había tenido su madre a quien amaba con devoción, y que era tanto el dolor que corría por sus venas, tan insoportable que solo dejando salir toda la sangre podría aplacar ese sufrimiento, y que no quería ni una gota de ella proveniente de su padre, en su cuerpo −todas dejaron de lavar y se concentraron en la mirada de la mujer, la cual tenía los ojos llenos de lágrimas, pero que secándose la cara, continuó−. El padre pidió que fuera a verlo el segundo hijo para nombrarlo su sucesor, pero la madre le dijo que no se encontraba en el castillo, porque estaba compitiendo en las Justas de ese año. El padre, frenético, ordenó que lo fueran a traer, entonces, su esposa sacó una carta del hijo en la que decía que a él no le interesaba nada de las cuestiones del reino, que él era feliz en sus competencias, y se había casado ya con una campesina. El padre se volvió a enojar, y se dijo: “¡Otro hijo echado a perder, ya no tengo quien me suceda!” Y mirando a su esposa le dijo que también era su culpa, que no podía hacer nada bien. La madre que estaba al pie de la cama llorando, vio entrar a la tercera hija que se acercó a la cama de su padre y le dijo que si la batalla estaba perdida, era posible hacer un pacto con los del reino opositor, dando en matrimonio a la cuarta hija con el hijo del otro rey, ofreciéndole presentes valiosos también, y pactando la paz. Además, le dijo que permitiera que viniera el alquimista personalmente para que lo viera, pues ella le ponía a su padre unas gotas en su bebida de una infusión dada por él, y por eso estaba mejorando. En eso, un sirviente llegó agitado a la recamara del rey y le dijo que su hijo mayor estaba muerto, en un charco de sangre, que se había cortado las venas. El padre se incorporó en su cama, pidió que viniera su secretario y le dicto un mandato interno: a la tercera hija la daban en matrimonio al hijo del rey opositor; a la cuarta hija la metería en un monasterio para que rezara por el alma de su hermano y porque se le quitara la maldición a él y a su familia; al segundo hijo lo desconocía como tal; al primer hijo lo enterrarían sin honores, y a su esposa, la recluiría en una habitación del palacio sin contacto con nadie; y que nada de esto se divulgara, so pena de muerte.
−Y, ¿qué pasó? –dijo otra de las que estaban ahí.
−Tienen un poco de vino, tengo reseca la garganta.
−sí, aquí está, pero siga contando.
−Pues, la tercera hija, después de oír el edicto interno de su padre fue a ver a su madre que estaba como ida; la beso, la abrazo, luego acarició la frente de su hermano mayor; pasó por su hermana menor y huyó a caballo con ella; se llevó las joyas de su madre, que pensó ya no le harían falta. Y se fue a un reino lejano, dejó a su hermana en un hostal, le pidió que buscara trabajo como dama de compañía o niñera, que se cambiara el nombre, que le dejaba la mayoría de las joyas para su manutención y que si encontraba con quien casarse, así lo hiciera, que ella, la tercera hija, iba a buscar a su hermano segundo y a visitar, sin que nadie se enterara, a su madre. Después de un tiempo, mi madre murió, a mi hermano jamás lo encontré, el reino de mi padre fue tomado y sometido por otro reino, mi padre vivió lo suficiente para ver esto; mi hermana se casó y es muy feliz, tiene 5 hijos.
−Y, ¿por qué no te quedaste a vivir con ella? –le dice una de las mujeres, que no había perdido frase alguna.
−Porque quiero que las personas sepan mi historia, y aprendan de ella. Gracias por el vino, me dan un mendrugo de pan.
Todas ellas sacaron de sus bolsas algo de comer y se lo dieron. Ella les dijo: “Dios os guarde.” Y luego hubo un gran silencio mientras ella se alejaba apoyada en un bastón y comiéndose su hogaza de pan.
Fin

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