La tele

chemiserose

Estoy segura de que fue a propósito, él no hubiera cometido ese error jamás. Su rutina era perfecta, practicada doscientas cincuenta veces sin equivocaciones y tres veces con ligeros descuidos. A menudo creo que no era más que un exhibicionista y que por eso se mató frente a millones de personas. Sí, frente a millones, aunque tal vez la única mirada que le importó fue la de Natalia, la  mujer que meses antes lo había abandonado con el pretexto de no interferir con su riguroso entrenamiento.

Estaba segura de que  él habría podido ser feliz sin tocarla porque no era un obseso del sexo como ella pensaba o  como ella,  más bien, lo deseaba. Lo dejó porque se sabía incapaz de estar tanto tiempo sin hacer el amor. No pretendía lastimarlo, pero desde los quince años estaba esclavizada al placer y fornicar le era una urgencia todo el tiempo. Ninfómana es una palabra que siempre le ha causado desagrado, pero es la que mejor refiere su conducta sexual.

Nunca me pareció una buena idea que Urías y ella vivieran juntos, no por tener un prejuicio especial contra la ninfomanía o la bisexualidad, sino porque conocía bien al tipo y no era difícil adivinar que una relación de ese calibre no iba a poderla soportar. Tenía una memoria demasiado buena como para lidiar con el amor sin lastimarse.  Además, estaba su ingenuidad. La ingenuidad generalmente es un peligro para el amante que  descubre sin querer violencia en su lujuria o en la lujuria de otro. Eso le pasó a Urías, no tenía la perversión suficiente para presentir siquiera que Natalia no estaba loca por hacerle el amor todo el día y toda la noche, sino simplemente eternamente ansiosa de cualquier encuentro sexual. No advertía que su mujer habría estallado bajo el peso del carnicero exactamente del mismo modo en que se retorcía debajo de su cuerpo.

Por eso  cuando ella se marchó esperó desesperado a que pasara la competencia que, desde luego, era la más importante de su vida. Por fin los juegos olímpicos y él era el favorito  para conseguir el oro en  caballo con razones.  Al principio supuso que Natalia  anhelaba reunirse con él después de realizado el sueño. Qué equivocado estaba: la joven se dedicaba de lleno a  fornicar. Su época de fidelidad había terminado para siempre. Tan feliz era y tan libre que llegó a reprocharse a sí misma haber condenado su cuerpo al precipicio de la monogamia y a las mazmorras del sesenta y nueve, aunque sólo hubiera sido por unos pocos meses.

-Lo siento de verdad- eso pensó cuando  miró a Urías mirándola desde la entrada de un ascensor mientras aceptaba con desenfado el cunnilingus de un  botones regordete.

Él se desmoronó. No pudo comprenderlo, no entendió que lo que ella hacía nada tenía que ver con él. Pensó que actuaba para lastimarlo, que tenía algo en su contra o en contra de la gimnasia por cuya culpa habían tenido que distanciarse. El hecho de que a ella lo único que le importe sea la espuma del orgasmo nunca logró comprenderlo.

No volvió a verla, se dedicó compulsivamente a practicar su ejercicio en busca, no de la perfección, sino de un cansancio que no apareció jamás. Tuvimos incluso que prohibirle practicar durante las noches e inducirle el sueño con fármacos. Cuando llegamos a Egipto, lucía tranquilo.  Urías tenía seguro el oro y todos los medios electrónicos estaban cubriendo minuto a minuto  la actuación del prodigioso gimnasta.

Durante la competencia final, Natalia y yo descansábamos desnudas en la cama. Ella había llegado a la ciudad un par de horas antes porque, según dijo, amaba a Urías aunque fuera incapaz de controlar sus impulsos.

Fui por ella al aeropuerto, planeábamos ir juntas al estadio para verlo, pero antes decidimos pasar por el hotel a dejar sus maletas. Entramos en la habitación, inhalamos un poco de fucka y el deseo hizo sus estragos. Después, sólo nos quedó encender el televisor.  Vimos a Urías desnucarse como víctima de una torpeza garrafal. Sin meter siquiera las manos, saltó y estrelló la cabeza en un piso alfombrado de color desaire, frente al mundo entero y frente a los negros ojos de Natalia, que no daban crédito a la imagen que les regalaba el cinescopio. Ella lloró. Él estaba muerto. Yo encendí un cigarrillo y apagué la tele.

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