La Puerta de la Nombradía

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Dícese que vivía, en el boscoso Aragón de cuyos años el populacho no se preocupaba en fechar, un artista sin par llamado Tristán de Peñaranda.

El relato que os voy a contar, mis pequeños, no tiene por intención quitaros el sueño, más inculcaros la bondad de resignarse al papel que Dios en su eterna sabiduría nos ha atribuido, y preveníos la consecuente locura a la que podéis ser arrastrados sin remisión. No hubo redención posible, más que la propia muerte, para este personaje protagonista de la leyenda que, más que de haber llegado a mis oídos procedente de los cánticos de juglares y trovadores, no por eso deja de ser tan verídico como las propias leyes que nos rigen y se hallan escritas en nuestra biblia.

Dicho personaje era un joven consumido y solitario, de ojos tristes y tez blanca; con una timidez social públicamente conocida y productora de zumbas y burlas entre el populacho, y cuyas horas pasaba absorto en sus actividades hasta el punto de evitar durante semanas enteras la luz del sol. Tristán poseía, según dicen, una inmensa fortuna. Una fortuna que nada dichoso le producía a excepción del tiempo libre, que aplicaba en su totalidad en la búsqueda de su único anhelo; la única posibilidad de encontrar la felicidad entre el vulgo; lo único que ansiaba y por lo que daría sin dudar su riqueza al completo: El reconocimiento.

Para evitar a los pelotilleros, aduladores y alabanceros, halagadores y lamedores de culos, que con total seguridad acudirían como moscas a la miel de su fortuna, Tristán vivía en una más que humilde casucha en la parte baja de la ciudad, entre las ruinas vagamente conservadas de un antiguo reino Taifa y los pestilentes olores del orín lanzado a la orden de «Agua va» Pocos eran los conocedores de su opulente solvencia, y desgraciadamente pocos, por no decir ninguno, eran los que sabían apreciar el producto de sus ingenios e imaginaciones.

Las cultas verdades de sus letras; Las reveladoras pinturas de sus oleos; Las sinuosas poses que su cincel tallaba en piedra y madera. Nada parecía despertar el indocto interés del vulgo, cuyas únicas respuestas eran grotescas risotadas, ademanes de desdén, burlonas réplicas y mordaces sátiras. Tampoco la alta alcurnia, con cuyos contactos mantenían celosamente en el anonimato, parecía estar por la labor de recomendar sus obras a ningún superior o compañero por miedo a la vergüenza. ¿De cuál artista es esta obra? ¿En los arrabales dice que vive?

¡No! ¡De ninguna manera los principitos, condes y marqueses tan amigos de la infancia, de cuando el oro relucía radiante en las arcas familiares, y cuya profusa y opulenta villa destacaba entre la burguesía, se iban a aventurar siquiera a intentar ayudar a su antiguo fraterno, si ello pudiese mancillar su impoluta reputación!

 

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A pesar de los repetitivos fracasos; a pesar del desprecio del populacho; a pesar de la ignorancia a la que sus obras eran relegadas; A pesar de todo eso y más, Tristán obstinaba en intentarlo una y otra vez, pues sabedor de sus dotes artísticas, algún día había de llegar, por fuerza mayor, en que sus obras fueran acogidas con el esplendor que merecen. Y tal ansiado día le proveería del reconocimiento con el que tantas y tantas noches llenaba sus sueños, tanto dormido como despierto.

Tal fabuloso sueño se había repetido hasta la saciedad en sus horas de ilusión; Lo había visto mil y una vez desde su ventana con la mirada perdida en las hojas que se desprendían de los sauces para navegar lentamente por las aguas de los charcos. Mientras ojeaba sin ver, estupefacto y absorto, los pétalos desprenderse de los geranios en lo alto de los míseros balcones al compás de la brisa:

«La puerta de la Nombradía»

Su cálida y envolvente luz había brillado en su mente centenares de veces. El celestial secreto de su interior se había abierto para él en sus sueños de locura. La hermosa bienvenida de sus sirenas, desnudas y resplandecientes, lo habían acogido y rodeado con sus abrazos de amor; Y lo mejor de todo, las miles y miles de personas lo adoraban y repetían su nombre, mientras él, en lo alto del pórtico y bajo arcos y bóvedas de cristal y diamantes les obsequiaba un gesto, desatando con él, la locura y júbilo de sus admiradores.

Tantas y tantas veces había recreado ese momento, que de igual manera que la falacia se convierte en verdad, la fantasía de la existencia de dicha puerta se instaló, cual parásito, férreamente en su cerebro; en lo más hondo de su convencimiento y realidad, de sus ideas y pensamientos. Y tal fue su repercusión, que cruzó sin saberlo la delgada línea que separa la cordura de la insania. La verdad del embuste. La luz del día de las tinieblas del averno.

Harto sugestionado y metido en costura de tal prominente puerta, convencióse de que, de no acudir a él la gloria, y de igual manera que el popular dicho de Mahoma y su montaña, la única salida que le quedaba era adentrarse él, sin haber sido invitado, a la susodicha y maravillosa puerta.

¿Cómo podrían negar, los majestuosos guardianes de mármol y bronce, la entrada cuando él los deslumbrara con sus pinturas? ¿Cómo habrían de poder resistirse, los Ángeles divinos que allí habitaban, cuando leyesen la poesía de sus letras? ¿Cómo habían de impedir, los severos reyes y consejeros, cuando observasen como sus bustos eran peregrinamente tallados en oro y marfil por sus diestras manos?

Nada podía salir mal. Ese, sin duda, era el esfuerzo final que los creadores requerían de él para que se consumase su glorificación.

 

3

Dicho pues lo pensado, y pensada y planificada su partida, se dispuso, sin más enseres que un hatillo con algunas ropas y algunas obras que servirían de ofrenda en su llegada, a comenzar su andadura hacia los picos de Europa; pues era allí donde sus sueños le habían revelado que se hallaba la puerta.

Dicen que anduvo días, meses quizá, vagando por las cinco villas de Aragón, cruzando sus lindes y atravesando sus pueblos y provincias, sin más sustento que las del mendigo y sin más limosna que las de los piadosos, hasta que por fin, y guiado por las indicaciones de los pueblerinos castellanos, vislumbró las rasgadas cúspides de las montañas.

Caminó incesante y pertinaz por las llanuras, hasta alcanzar los escarpados terrenos de roca y polvo de los picos. Estos dieron paso a frondosas praderas que intermitentemente bajaban por sus colinas, meciendo con calma su herbaje al soplo de la corriente; Y nuevamente polvo y tierra; Pastizales, yermos, ermitas de pastores y empinadas laderas. Cada vuelta que daba, cada rodeo a aquellos picos, cada kilómetro que avanzaba, sus ojos se maravillaban de los cambiantes y hermosos parajes que dichas montañas escondían en su impenetrable seno. Caminó sin cesar, preguntando a los ermitaños, monjes, pastores y nómadas, sin que nadie le diese la respuesta esperada.

— ¡Su existencia debe ser un secreto terrible! ¿Cómo pretendo, incauto de mí, que me revelen sin más la existencia de un secreto de tantísimo valor? —Se decía—. Yo mismo he de ser quien lo encuentre. ¡Y así lo haré! Pues Dios así lo ha previsto.

Sus razonamientos le daban fuerza y valor, pues la recompensa satisfaría con creces el esfuerzo. La fe implacable y testaruda de la existencia de dicha quimera impedía ver al pobre Tristán el asolado paraje de hielo y roca en el que se estaba adentrando para no regresar. Ya no había allí señal alguna de ermitas, ni casas remotas fugazmente habitadas por pastores, ni refugios de caza ni nada de nada en absoluto. Ningún indicio de vida alguno había entre las heladas y blancas cúspides de los picos, que relucían y reflejaban con una fuerza cegadora los rayos de la tarde. Ni un ápice ni vestigio siquiera del paso de ningún hombre por aquellos parajes baldíos de escarcha, donde tan solo el viento reclamaba sus dominios azotando con fuerza las rocas y desgarrando sus arenas por el aire en violentos remolinos. Nada marcaba su camino de regreso, si acaso éste pudiera remotamente realizarse, pues sus huellas eran casi instantáneamente borradas por el espíritu de la montaña, que alzando su mano, desprendía las estalactitas de sus dedos, fundiéndolas en la lluvia de nieve y borrando sus pisadas tras de sí.

Pero nada de eso parecía importarle al decidido Tristán, al menos al principio. Como tampoco los largos días sin ingerir alimento alguno en que sus menguantes fuerzas apenas ya le permitían caminar. Los copos de nieve le proveían de agua, y la fe le daría las fuerzas necesarias para llegar. Pero por más vueltas que daba; por más caminos y sendas que recorriese; por más veces que tropezando con la misma piedra regresaba al punto de partida; Por más y más picos que hubiera escudriñado con la vista entre los gélidos vientos, la puerta maravillosa no daba su aparición. ¿Por qué se le negaba de esa manera su ubicación? ¿No había acaso sufrido ya lo suficiente en esta prueba divina? ¿No era merecedor, a estas alturas ya, de ser recibido entre el calor de su bienvenida?

Caminó y caminó hasta que sin darse cuenta se halló en un punto sin retorno. Hasta allí había llegado, al extremo de sus posibilidades físicas. Y allí permanecería para siempre.

Su vista se inundaba de niebla. Sus miembros se entumecían al frío. Su fe se debilitaba entre las cumbres nevadas y entre los retorcijones de su hambriento estómago. Tristán se encontraba ahora tendido sobre la álgida roca de una pequeña sima, al refugio del viento, frío como la hoja de un cuchillo y abandonado a su suerte entre la perdición de aquellas montañas. Se sentía traicionado por su Dios, pero ningún rencor sentía hacia él. Humillado y derrotado; perdido y dejado por fin a la muerte, aceptó su destino escudándose en la misericordia de su creador. Ya no le quedaban fuerzas para llorar ni lamentarse; Tampoco para cuestionarse o reprocharse nada, o siquiera para pensar en cómo había llegado hasta allí. Así que se rindió a su ventura, y cerrando los ojos, comenzó a rezar suplicando su perdón, recordando tiempos pasados y encomendándose al Dios que había elegido para él tan insólito final.

 

4

Pero lo inesperado ocurrió. Al límite de sus imperecederas esperanzas, la magia y el calor de la puerta de la nombradía inundó de luz la caverna en que se hallaba, despertándolo agradablemente de su letargo. Alzó la vista y pudo verla. La sensación era indecible; indescriptiblemente hermosa y complaciente. Allí en lo alto estaba; blanca y resplandeciente de luz, impoluta y celestial a tan solo unos metros de distancia. Un pasillo de albor rosado destellando brillos de mil colores y rociado por las más bellas flores se abrió como un relámpago silencioso a través de las montañas hasta perderse en la negrura del horizonte. Y sobre sus esponjosas nubes caminaba, como danzando, una hermosa señorita y su séquito. Su belleza era deslumbrante, y con airosos gestos indicaba a su servidumbre que la atendiese en cada detalle, extendiendo una pulcra alfombra dorada a sus pies y elevando tras de sí el manto de seda y diamantes que lucía por vestido. Su tez era dorada y sus ojos de penetrante esmeralda. Sus cabellos azabache flotaban al viento acariciando la brillante piel de sus descubiertos hombros, y sus movimientos arrogantes y altaneros, se le antojaban de una dulzura y voluptuosidad sin igual.

Los gigantes de mármol y bronce que guardaban la entrada, adquirieron vida ante la presencia de la diva, y con movimientos perfectamente compenetrados, asieron los dorados pomos de la puerta, y con un resonar de mil trompetas la abrieron, para postrarse después, de rodillas a sus pies. Un potente resplandor surgió del interior vertiendo los haces de luz de oro y plata sobre las laderas y alcanzando también las rocas que cobijaban al atónito Tristán. Todo lo que de allí manaba parecía tener vida propia y los sedosos rayos de luz envolvieron su cuerpo revitalizando sus extremidades y desprendiendo un amor y júbilo indescriptible.

La hermosa dama y su cortejo cruzaron por fin las puertas fundiéndose en la blancura de su albor, y los gigantes se alzaron de nuevo para cerrarlas tras de sí. Con un sórdido golpe se cerraron, haciéndose de repente la penumbra, y desapareciendo también, como humo, la etérea y majestuosa pasarela. Pero el alma de Tristán estaba más viva y emocionada que nunca. Había sentido en su piel la llamada de su destino. Habían presenciado sus ojos el secreto mejor guardado y había por fin alcanzado las puertas de la tan ansiada gloria. Tan solo tenía que levantarse; entonces los guardianes cobrarían vida y las puertas se abrirían de nuevo a sus pies.

Pero su cuerpo no respondía. La emoción de su espíritu no era acorde con sus abnegados miembros y una rabia desesperante se adueñó de repente de su ser. ¿Qué clase de broma macabra era esa? ¿Cómo podía hacerle el destino esto a él, después de las penurias a las que había estado sometido? ¿Acaso no había purgado ya sus pecados en el retiro de su humilde morada en la villa y en las miserias de su viaje?

Entonces, con las últimas fuerzas que le quedaban, y empapada su alma de impotencia y perfidia, profirió la blasfemia mayor que sus oídos hubieran jamás percibido:

— ¡Reniego de ti, Dios cruel y castigador!

Esas palabras se dilataron por las concavidades de las rocas, rebotando y difuminándose poco a poco; y la montaña, herida, parecía repetirlas con rencor y resentimiento hasta que fueron reducidas a un simple susurro que se resistía a extinguirse mezclándose con el silbido del viento

Quizá el instantáneo arrepentimiento que experimentó nada más pronunciar dicha afrenta; Quizá la misericordia e infinita bondad de su Dios; o quizá este último acto que a continuación aconteció y el cual fue la expiación total de sus pecados, fue el causante de tal proeza. Sea cual fuere el motivo, lo cierto es que un torrente de energía lo invadió de repente, haciéndolo saltar con la agilidad de un gamo de la roca en la que estaba para colocarse justo enfrente de la ansiado portal.

Ya no sentía dolor, frío ni cansancio. Estaba rebosante de salud y energía; Y sus denegridos y entumecidos miembros gozaban ahora de una total lozanía. Las imponentes estatuas de mármol se erguían inmóviles a ambos lados de la puerta, pero ninguna reacción hubo ante su presencia. Tampoco se abrió pasillo alguno ni se escuchó el resonar de las trompetas. ¿Quién, sino el diablo, podría haberle dotado de esa inconmensurable fuerza para después castigarlo con tal indiferencia? ¿Quién si no a un renegado, como ahora él se sentía, deportado del reino de los cielos, se le podría prohibir la entrada a ese reino divino de gloria?

Golpeó con rabia una de las enormes estatuas y su puño la atravesó con impunidad. Pero su contorno se desfiguró como el humo para unos segundos después dibujarse nuevamente, tan brillante y de apariencia hercúlea como antes. Tristán estaba acostumbrado a las burlas y guasas de la gente, pero esa no había de ser todavía la gota que después colmaría el vaso. Golpeó nuevamente la efigie del poderoso guardián; la golpeó una y otra vez sin cesar hundiendo con rabia su puño entre su etérea figura hasta difuminar por completo su imagen. Luego, exhausto, contempló para su consternación que los hilos de humo blanco regresaban a contra viento para formar de nuevo ante la puerta, e incluso en su desconsuelo le pareció oír un rumor aquejumbrado que se desprendía de ellos mezclándose con el suspiro del vendaval. Con los ojos abiertos de par en par y presa total de una rabia desmesurada se juró y perjuró que atravesaría esa maldita puerta, así que cogiendo carrerilla se dispuso a traspasarla por la fuerza.

Con todas sus fuerzas se lanzó, desesperado y emitiendo un desgarrador grito que rebotó frenético por las paredes y por las rocas, y un segundo antes de atravesarla ésta se abrió mágicamente para sorpresa y dicha de nuestro héroe, pudiendo así atravesar su diáfana y ardorosa luz. Mientras se hallaba flotando en ella y ya totalmente envuelto en su calidez, pudo ver y sentir todos los secretos que allí se escondían:

Ningún rastro había de las hermosas sirenas que en sus sueños se hallaban desprovistas de sus velos mostrando su espléndida desnudez mientras proferían canticos melódicos y armoniosos. Tampoco pudo ver el palco dorado ni las bóvedas de cristal y diamantes que lo cubría. Ningún rey ni deidad celestial se hallaba sobre los tronos y las algodonosas nubes, ni tampoco la bella dama con sus sensuales gestos y su sutil danzar. Nada de lo que había imaginado se encontraba tras la puerta de su locura. Tan solo un inmenso vacío inmaterial; una vasta extensión fría y solitaria que constaba de un eterno piso de piedra caliza y miles y miles de hileras de columnas y pilares que se extendían paralelas perdiéndose a la vista entre una bruma febril y amarillenta, con sus fustes rasgados y sus gárgolas esculpidas en el mármol, que se erguían amenazantes alzando sus garras al aire y queriendo escapar de los capiteles que los atrapaban.

Al principio le invadió un sentimiento de suma tristeza y desolación. Un vacío pesado, como si una gran losa se hubiera alojado en lo más profundo de su ser. Una soledad infinita e inquebrantable que hizo aflorar sus lágrimas más angustiosas y desesperadas sin aparente razón. Una frialdad y desconsuelo; un desazón sin par y una pesadumbre en su corazón que torturaba todos y cada uno de sus sentidos hasta el límite del dolor. Tristán lloraba a voces con un desconsuelo extremo y sus gritos desgarraban su garganta a su paso. ¡No podía soportarlo más! ¡Eso no podía ser otra cosa que el inferno!

Pero tan solo fue un segundo; un intensísimo segundo en el cual flotaba en el aire, y ahora, su caída se reanudó bruscamente.

Pero de nuevo quedó suspendido en el tiempo.

Poco a poco comenzó a contemplar aterrado que la infinidad de aquel lugar se llenaba de imágenes, espectros de personas y personajes que cobraban vida y desprendían cada cual su dolor inundando por completo la inmensidad.

Pudo ver a grandes músicos aclamados por la muchedumbre entre aplausos y ovaciones. Pintores y escultores de renombre cuyos trabajos eran requeridos por reyes y magnates. Literarios y poetas cuyas palabras impresas adquirían un valor frenético entre las modas de la alta alcurnia. Pudo ver las lujosas casas que los cobijaban repletas de oro y sortijas. Pudo ver el interior mezquino y miserable de la gente que los rodeaban con sus brazos entre adulaciones y halagos. Y pudo ver la falsedad en ellos. La indiferencia de sus obras en la intimidad. Las oscuras intenciones con afanes lucrosos de sus consejeros y la carencia total de amistad ni amor verdadero en sus lamentables vidas. Pudo ver los melancólicos artistas cobijados tan solo por la satisfacción personal de sus obras. Sus lágrimas en la noche bajo la almohada y sus lamentos silenciosos. Su pantalla de felicidad y sus sonrisas forzadas. Su sufrido dolor y su desconsuelo al no encontrar confianza en quien los rodea. Pudo ver crueles traiciones. Usureros de alta cuna exprimiéndolos al máximo y abandonándolos en el más cruel de los anonimatos después. Pudo ver a las hermosísimas mujeres que les prometían amor eterno bajo los reflejos dorados de sus riquezas, y las mismas que los repudiaban una vez agotados sus bienes.

Todos esos gritos silenciosos; Esos sentimientos amargos y lastimeros. Esa cruda realidad le estaba ahora siendo revelada, y sus voces retumbaban en su cerebro como el chirrido insoportable de los goznes carcomidos por el paso implacable del tiempo. Tristán no lo pudo soportar y gritó. Gritó con todas sus fuerzas hasta quedar sin respiración:

— ¡No es eso lo que quiero!

Entonces las columnas de ese purgatorio empezaron a desplomarse estrepitosamente sobre la espesa bruma. Las rocas del suelo se abrieron formando grietas aterradoras, como puertas al inframundo. Las almas allí encerradas gritaban con más y más fuerza ahora. Pedían ¡rogaban su liberación ante él! Mientras la amarillenta nube lo engullía todo a su paso. ¡Era una destrucción suma! ¡Un apocalipsis infernal! La gente caía entre las grietas, entre la bruma o bajo los pilares de ese horrible mundo, y sus cimientos se tambaleaban y deshacían en el mismo humo que las grandes figuras de la entrada.

Luego un leve estallido, parecido al de una pompa de jabón al expirar, y todo se tornó en una silenciosa y repentina oscuridad.

Su caída se reanudó de nuevo, pero ahora de una forma vertiginosa y salvaje, pues caía sin remisión a toda velocidad por el abismo. Contempló las rocas a las que se precipitaba en su caía por el precipicio, pues con el salto, se había lanzado en su locura desde el despeñadero donde se cobijaba.

Y aquel que fue testigo de estos hechos jura, que durante la caía, Tristán llevaba puesta en la cara la mayor de las felices sonrisas que nunca haya visto en nadie.

 

 

 

 

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