La doncella de nieve

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El día en que conoció a Shizuka fue, al menos para él, el más largo de los que había vivido hasta el momento. Tal mañana refrescaba con los fríos de invierno que, en medio de las festividades decembrinas, estaba en todo su apogeo. Era su día libre y pensaba aprovecharlo al máximo, desayunando unas gorditas con la señora que ponía su puesto a la vuelta de su casa, mirando una película de acción en el cine, jugando un poco de futbol con sus compañeros de la policía; y bebiendo un par de cervezas en el bar al que acostumbraba ir cada vez que tenía tiempo. Porque tiempo le faltaba, nunca podía hacer todo lo que quería y terminaba interrumpiendo una u otra actividad por pasar a la siguiente.

Cuando terminó su desayuno, el joven oficial pasó a comprar un periódico para revisar la cartelera, y ahí es donde se encontró a Shizuka. Venía a paso lento desde el otro lado de la acera. El viento helado danzaba alrededor de ella haciendo volar algunas hojas secas de los arboles contiguos. A él no se le daba mucho el dar indicaciones a turistas, ni estando de servicio, pues su inglés era malo y además le molestaba el montón de extranjeros que iban despreocupados tomando fotos con sus cámaras sofisticadas y señalando a todos lados con cierto prejuicio en su mirada. Pero Shizuka resaltaba de entre todos los turistas que había conocido. Vestía con una falda larga que se detenía justo a tiempo para que sus pies miraran al exterior; también una blusa fresca y colorida, ligeramente pegada al cuerpo, para tratar de resaltar los modestos atributos femeninos de su figura oriental; y, finalmente, un listón blanco que mantenía su largo cabello negro fuera del peligro de un azote de la brisa decembrina. Él no había visto nunca una manera tan distinta de amarrar con un listón el cabello como Shizuka lo hacía. No era una cola de caballo, mas bien mecía el listón por la parte más cercana a las puntas del cabello liso y eso evitaba que se perdiera la magia de ver ese fondo negro a espaldas de la joven.

Shizuka se acercó y preguntó, sin cámaras o risas burlonas, pero si con un buen español, por los pequeños templos que no venían pintados en su mapa. A él esto le pareció extraño, pues la mayoría buscaba siempre, por excelencia, las más altas iglesias, los más grandes recintos o a aquella bestia que se erguía al centro de la ciudad. Una que sus pobladores llamaban catedral. Le explicó que lo mejor era ver las que venían en su mapa, pues las demás eran simples caravanas que no valían la pena visitar, pero Shizuka insistió. El oficial, que sentía el peso del tiempo consumiendo sus planes, decidió tachar de su lista la película esperada y se ofreció a acompañarla a algunos templos escondidos que el recordaba de algunos patrullajes. Ella aceptó con aquella sonrisa apacible y ambos se encaminaron a las fauces de un moderno laberinto de Minos.

Para él le era difícil seguir el paso de Shizuka, pues esta siempre iba pensando cada paso con mucho cuidado. Miraba a su alrededor, pero no como los grupos de gorras y luces artificiales, sino como si fuera a pintar con los ojos una película del mundo. Se fijaba en los viejos que charlaban al pie de la puerta, en los pájaros que perdían la voz entre los acantilados calizos y en los perros que iban en manada a orillas del río de tráfico. Parecía omitir la carrera de los trabajadores, los destellos inmaduros de los jóvenes estudiantiles y el grito vibrante de miles de bocinas al unísono. Era como si alrededor de Shizuka solo existiera un tiempo más lento.

Cuando por fin llegaron a uno de los templos, ella sonrió y juntó los dedos con un gesto travieso. Parecía feliz de haberlo encontrado. El oficial entró, saludó al gran jefe e invitó a su compañera a pasar. Shizuka se acercó a las bancas, cerró los ojos y, después de contemplar con gusto el antiquísimo arte que adornaba el gran salón, se puso a rezar en silencio. No había mucha gente esa mañana, pero no por ello la música de un órgano dejó de sonar. Shizuka tenía un gesto sincero en su mirar y el joven oficial no pudo evitar mirarla con cariño. Al salir, él se le acercó y le expuso aquel nuevo sentimiento. Estaba un poco nervioso, pero la desilusión lo sacó de duda.

-Todavía no. Todavía falta mucho para que ambos podamos enamorarnos.

Siguieron su camino y visitaron tantos templos que él no tuvo más opción que cancelar también el partido de futbol. En lugar de lamentarse por el rechazo y abandonarla a su suerte, el oficial mantuvo su palabra y acompañó a la dama todo el camino. Como había acordado. Shizuka, por su lado, hacía lo mismo en cada uno de los recintos a los que llegaban. Sonreía, caminaba tranquila lo más próximo al altar, y rezaba cerrando los ojos. La piel se le ponía dorada en algunos de los templos, pues la luz del día cruzaba a través de los vitrales amarillos y la vestía con un velo de tesoro.

La noche los alcanzó cuando faltaba un templo más por visitar. Las luces de los faroles ya se habían encendido, pero eran opacadas por las luciérnagas de colores que adornaban los marcos de las casas. Shizuka estaba encantada con aquel espectáculo de luces y sonidos. El paso siguió lento, con una doncella de las nieves pintando el resto de su película con los villancicos de los niños, los arboles coloreando el cielo cual pincel mecido por el viento, y con los volcanes allá a lo lejos que servían de guardianes de una ciudad como aquella. Cada gesto de la dama era una danza en el espacio suelto sin ocupar. Levantar una mano para tomar una burbuja perdida, pisar las lozas de asfalto del suelo como si estuviera flotando, y encogerse de hombros al reír por los accidentes provocados de los payasos de la plaza, todos y cada uno de estos gestos eran una envidia para el tiempo mismo. El oficial compró un rehilete y se lo obsequió, pensando que ella y la brisa podrían divertirse con el mismo humilde juguete.

El cariño pasó de ser solo eso y se convirtió en amor. Ya no había necesidad de pasar al bar, o de seguir cualquier cosa de aquella lista hecha con prisas aquella mañana.

En el último templo, apenas terminando su ritual, Shizuka se encontró con un joven oficial tomando su mano. Sus blancas mejillas enrojecieron, pero no apartó el gesto tierno de su compañero esta vez.

-Ya te habías tardado un poco, querido.

Fue tan largo aquel día, que para cuando hubo terminado él ya tenía el cabello salpicado de canas, con el rostro remarcado por algunas arrugas y la espalda un poco cansada. Sin embargo, Shizuka mantenía la frescura de la juventud. Su piel había tomado algunos años pero seguía tersa y pura como el pétalo de una camelia blanca. Sus labios seguían pintados de cerezo y sonreía con la misma calma que cuando se conocieron.

“Si”, pensaba él en ocasiones, “el tiempo pasa más lento del otro lado del mundo”.

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