Huevo duro y cigarrillos para el desayuno (II)

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Escena dos: Bill y su constelación de opciones


“Aún no has pagado tu cuota de este mes, rebuscador.”

“Lo tendré listo para el final de esta semana. Solo reparte.”

“¿Porqué la prisa? Apenas son las once de la noche.”

“No quiero estar aquí para cuando llegue el alcalde.”

“A nadie le gusta que te estés inmiscuyendo en donde no te llaman.”

“Es mi trabajo. No me ves a mi diciéndote que dejes de hacer lo tuyo.”

“Lo mío es bien social.”

“De alguna forma lo mío también… Vaya, creo que me he equivocado…”

“¿De trabajo? Si.”

“No, me refiero a que tal vez pueda pagarte antes del final, pero de esta noche.”

“Estás muy confiado, ni siquiera sabes que es lo que tengo.”

“Veámoslo de este modo, lo apuesto todo.  Y ahora tienes dos opciones: Arriesgarte y esperar un farol; o retirarte y conservar lo que has ganado hasta ahora.”

“. . . . . .”

“Vamos, no me estoy haciendo mas joven aquí sentado.”

“Tienes agallas, rebuscador, pero no las suficientes. Aquí está, ahora muéstrame que tienes.”

“. . . . . .”

“¿Sucede algo?”

“. . . . . No, nada, como te decía te tendré el dinero al final de la semana.”

“Eso creí. Mira, aquí viene el alcalde. Justo a tiempo.”

“Claro, porque no hay nada mejor que mezclar política con juegos de azar. Anda, me toca repartir, tú solo me estás arruinando la noche…”


No estaba feliz con salir del pueblo, pero tampoco sentí que fuera una desgracia. Me había acomodado ahí desde mi arribo hace un tiempo atrás y pensé que no encontraría más paz que en la de una aldea ganadera. Como en casi todas las pequeñas y grandes comunidades de la región, cosa que después me enteré, Sahari contaba con una muralla de troncos y astillas con una sola entrada que servía también de salida. Los lugareños eran reservados y desconfiados, lo que no me resultaba inconveniente, ni siquiera con el cotilleo susurrante que surgía de las mujeres en hora pico. Mientras no se metieran conmigo, yo no lo haría con ellos. Sin embargo, como sucede en todas partes cuando uno no sabe ni pito de las reglas, me encontré constantemente con personajes a los que no les agradaba del todo lo que hacía, como lo hacía y en donde lo hacía. Personajes importantes, debo resaltar.

Por ello debí saber que me encontraría con Bill a la salida del pueblo. Esperaba que fuera uno de esos días en los que se atiborraba de vino en la taberna de Ebert desde la mañana hasta la noche. Era de carrera larga después de todo, y la noche anterior, según me dijo Tabatha, la entrada al pueblo se encontraba deshabitada, lo que me hizo suponer que el monigote y sus secuaces se habían relevado a si mismos de sus cargos para ir a festejar algo a la taberna.

Desafortunadamente no fue esa la situación, y el gorila de largas orejas y nariz de cerdo me reconoció apenas dimos la vuelta por el camino que daba a la entrada principal de la aldea. Me pareció injusto, puesto que tenía a su disposición no sólo la torre de vigilancia, sino también a varios hombres que hacían como-que cuidaban los caminos principales y yo sólo un golpe de buena suerte cada cien malos.

Di breves instrucciones a mi fémina acompañante de mantenerse cerca mientras hablaba con el inmundo animal. La escoria que lo seguía ya la habían divisado y alejarla hubiera sido poco práctico, sobre todo por las puntas de flecha que nos observaban frente a la tensión del santo arco. No obstante, mi advertencia no pareció ser necesario, puesto que con solo ver los dos cuerpos empalados junto a la puerta principal sentí el fuerte agarre de Tabatha sobre la gabardina en mi espalda.

-Vaya, vaya, ¿Desde cuándo eres un pajarito madrugador, rebuscador? No estarás tratando de escapar del pueblo, ¿verdad?

-Buenos días a ti también, Bill. Tenemos algo de prisa, así que si pudieras quitarme tu horrible cara del camino, te lo agradeceríamos bastante.

El ogro soltó entonces una estruendosa y gruesa carcajada, sin descruzar los brazos de su pecho. Los peones que tenía de empleados le siguieron el paso como estúpidos corderitos.

-Lo siento, pero nadie con un historial de deudas como el tuyo sale de aquí hasta que se haya saldado el monto total.

Me quité el sombrero para rascarme la cabeza. El tipo era imbécil como un pez y feo como una pila de guano, pero para mi infortunio, la selección natural lo había convertido en una masa homogénea de músculos y fuerza bruta para compensar sus otras faltas. Razonar no estaba en mis opciones, mucho menos el pelear.

-¿Que deudas? Solo ocurre que eres un mal perdedor, Bill –dije, sin pensar. La bestia de la entrada cambió su semblante de repente. Frunció el ceño y con dos pasos largos llegó hasta mi y me levantó del suelo tomándome del cuello de la ropa.

-Sabes que detesto a las ratas tramposas como tú, rebuscador. A la fecha me pregunto si fuiste muy valiente o muy estúpido, pero considerando que te descubrí en el acto creo que podemos estar de acuerdo de que lo segundo resulta más prometedor –escupió, pero seguí tranquilo. Me sentía más asqueado por el fétido olor de su hocico que por la clara y vívida amenaza. –Por lo que veo tienes solo dos opciones: uno, me pagas el dinero en este momento y los dejo salir de aquí hasta con escolta; o dos, te haces el gracioso otra vez y los empalo a los dos aquí y ahora. Sabes muy bien que me hacen falta, estos de acá atrás ya están perdiendo color.

-Yo diría que están perdiendo carne. Bien, de acuerdo, de acuerdo ¿Puedes bajarme primero? –algo de espuma seguía cayendo de entre sus pútridos dientes, pero se calmó y me regresó al suelo. Me sacudí y regresé mi atención a Tabatha. Se le veía todavía inquieta. –Oye, tú –la dama miraba atenta a las moscas que volaban cerca de los cadáveres. -¡Hey, Tabatha!

Por fin llamé su atención.

-Considere esto parte de mis honorarios. Páguele al distinguido caballero la también distinguida cantidad de… vaya… ¿dirías tres, cuatro? –dije volviéndome a mi compañero.

-No seas idiota. Son nueve monedas de oro.

-Eso mismo. Páguele, por favor.

La doncella tartamudeó por un instante mientras buscaba entre las ropas limpias que le había regalado. Se tardó un momento, pero al final sacó seis monedas y un reloj de bolsillo, el que rápido regresó al espacio bajo las ropas de su camisón.

-No tengo más –suspiró.

-Ese reloj de ahorita se veía bastante bien –se entrometió Bill, con lo que Tabatha reaccionó llevándose las manos por sobre su pecho.

-No se ve que vaya a dártelo, Bill. Mala suerte.

-No, rebuscador, la mala suerte es tuya. Por lo que veo tienes ahora tres opciones: uno, la convences de dejarme el reloj, además de las monedas y, como dije, salen de aquí con honores; dos, me dejas a la chica, con lo que también te podrás ir si quieres; o tres, cambio la decoración de mi pequeña entrada con la sangre y las vísceras de ambos. ¿Te lo pongo más sencillo? En cualquiera de los casos me quedo con el reloj y las monedas.

Tabatha enmudeció, aunque no supe cual de las tres opciones le inquietaba más. La tomé de los hombros y la aparté un momento de la presencia del gran puerco.

-Si quiere que haga el trabajo necesito estar vivo para eso.

-No entregaré el reloj –exclamó ella, firme. Por supuesto me sorprendí de la respuesta. Tabatha estaba decidida a perder la vida y la posibilidad de salvar a la princesa  por ese reloj. Pero no había tiempo para entrar en detalles generales, mucho menos para hacer suposiciones.

-Bien, si quieres morir es tu problema, pero no me llevarás contigo –y dicho esto comencé a forcejear con ella. Bill se burló de la situación con sus hombres, pero tras unos cuantos jaloneos logré quitarle el reloj y me acerqué a entregárselo al ogro. Tabatha me siguió, lanzándome improperios y tirando de la gabardina.

-Sigo diciendo que serías muy bueno para este grupo, rebuscador. Me hace falta gente con tus agallas –extendió su mano bajo la mía, inclinándose un poco para enseñarme sus colmillos inferiores en una sonrisa.

-Y yo sigo diciendo que es una mala idea, Bill, más que nada por todo ese asunto… -abrí la mano que tenía el reloj y lo dejé caer sobre la de Bill, sin que se diera cuenta de que la cadena estaba colocada alrededor de mis dedos. –De que soy una sucia rata tramposa.

En cuestión de una milésima levanté la mano libre y el resplandor del cuchillo cayó como rayo justo en el cuello del ingrato. Sin que se diera cuenta había sacado del morral el arma mientras forcejeábamos la chica y yo. Había sido tan rápido que ni siquiera Tabatha se había enterado de mi artimaña, por lo que obviamente también se sorprendió por el ataque.

En el espacio en que Bill caía al suelo sobre su rodilla tomé a la doncella de la mano y la empujé a correr conmigo. Los bufones tardaron un poco en enterarse de lo que pasaba, pero iniciaron su ataque apuntándonos desde las alturas y cerca de los prados próximos; y a mí que no me gustaba la lluvia, no estaba muy contento con una de puntas de flecha.

Mientras corríamos sentí que la Colt me picaba en la espalda. Traté de reconfortarla diciéndole que no era el momento ni el lugar para su buen uso, aunque claro, esa hubiera sido una salida más fácil. El cerdo tal vez caería y todos se sentirían tan asustados por ese “extraño cañón que dispara acero” que no se hubieran atrevido a empezar una batalla campal.

Seguimos corriendo por los prados próximos al pueblo hasta que una ligera manada de árboles salvajes apareció a la distancia. Tres hombres venían detrás de nosotros, pero pensé que el bosque sería un buen lugar para perderlos.

Cruzamos el umbral y tras un kilometro y cachito de la persecución nos escondimos en una depresión cerca del río. Tabatha respiraba muy a prisa y los bandidos de Bill estaban acercándose por lo que tuve que taparle la boca con las manos mientras estos deambulaban en el radio próximo a peligro.

Al fin, después de unos minutos y resignados, se dispersaron a los abedules que se erguían a la distancia. La mujer se quitó mi mano de la boca y me empujó del poco espacio que teníamos.

-¡¿Qué diablos pasa contigo?! –me gritó, cuidando muy poco su tono de voz.

-¿Qué sucede? Pensé que no querías entregar ese estúpido reloj. Y yo no quería morir, así que todos ganamos.

Tuvo ganas de decir algo más, se le veía atorado en la garganta, pero prefirió echar una rabieta a sus adentros y mirar hacia otro lado, callada.

Dejé que los minutos pasaran. Cada uno de estos nos daba más libertad de movimiento. Consideré que si bien unos salieron en nuestra búsqueda otros se habían quedado a cuidar de su empleador. Si habrá muerto o no me importa una mierda, aunque seguramente regresar al pueblo sería imposible.

La luz de la mañana, por cierto, hizo magia en el cabello de Tabatha. Obligado a verla de espaldas por el coraje, divisé el vuelo de algunos mechones con la brisa. Tenía un muy bello color azul entre el negro que existía en su cabeza. Era una marea de noche encima de sus hombros, una que brillaba con un sol de entre las hojas que nos hacían de techo.

-Andando –dije rompiendo el silencio y olvidándome de todo romanticismo. No había necesidad de seguir escondidos, de todas formas entre más lejos estuviéramos mejor.

Tabatha se levantó del suelo sacudiéndose el largo camisón. Hasta ese momento fue que noté lo grande que le había quedado, aunque no era por completo mi culpa. El vestido era un caso perdido y, como dije, no era yo un animal social como para recibir en casa a huéspedes conocidos o desconocidos, por lo que lo único que pude ofrecerle fueron unas camisolas de lino y unos pantaloncillos cortos que tenía por ahí perdidos.  Como ella no era más alta ni ancha en cuerpo que yo era natural que la camisola le colgara por todos lados y los pantaloncillos tuvieran que ser sujetos por una triste cuerda desgastada.

Y me habría echado a reír, pero ella seguía molesta y a mí me apetecía un cigarrillo. Me puse el morral al frente y me entró el pánico: una flecha la había alcanzado. La partí a la mitad, miré en el interior del bolso y saqué la punta clavada en una de las cajetillas que llevaba conmigo. Abrí el empaque, de los veinte cigarros, solo cuatro seguían intactos. El resto se había convertido en un montón de tabaco y químico que daba coraje.

-Oye –le detuve el paso. Me encendí entonces uno de los pocos restos sin filtro que podían servir y enseguida le puse la cajetilla malherida en la mano. –Que sepas que ahora se ha doblado la tarifa.

Continuamos por espacio de una hora a través de los árboles gigantes y siguiendo el río que venía desde el pueblo y más allá. Por suerte las copas eran lo bastante tupidas como para protegernos del incandescente sol de verano. El traje podía tener todo el estilo que quisiera, pero le faltaba unos cuantos grados de comodidad para el mundo hostil de la naturaleza. Además sofocaba solo andar. Aún así seguía a la cabeza del grupo dual. Era claro que Tabatha no sabía de vivir fuera del castillo. Esta odisea significaba un milagro para ella. Aunque no era de las que pedían descansar se le notaba en las piernas temblorosas y el sudor cayendo de su frente que vivía esta extraña aventura al límite de sus capacidades.

Dolía verla, y como la sed empezaba, le sugerir descansar un poco para recuperar el aliento. Me agradeció en forma de un suspiro molesto la intención.

-No lo note al llegar al pueblo –mencionó después de calmar su corazón. –Pero no puedo dejar de pensar en lo que les hicieron a esos pobres hombres de la entrada.

-El alcalde cree que es un buen repelente de mosquitos. Pero si quieres felicitar a alguien por tan hermosa idea tendrías que hablar con Bill.

-Ese ogro tan detestable… – murmuró llevándose las manos al pecho, como asegurándose que su reloj siguiera con ella. Después se volvió a mí otra vez. – ¿Y cómo es que te involucraste con él? ¿A qué venían todas esas acusaciones?

-No creo que me esté pagando para conseguir información de mi persona. Si fuera así bien podríamos habernos quedado en mi casa, lejos de todo este maldito calor.

-Considerando que ese monstruo está muerto no le veo lo malo…

Algo en el río nos distrajo de la conversación. Flotando entre las ramas y el conducto estrecho, un cuerpo familiar llegó hasta nuestros pies con el rostro bajo el agua. Era uno de los hombres que hasta hace poco se encontraban clavados en la entrada al pueblo. Tenía una daga atravesándole el cuello, con una carta comodín entre esta y la carne. La doncella sofocó el pánico.

-Ese es el problema con Bill, el maldito nunca se queda muerto.

-¡Rebuscador! –rugió una voz a la distancia. – ¡Escúchame bien! –Tabatha se levantó del suelo observando el punto lejano de donde provenían las amenazas. – ¡En este momento solo existen dos opciones para ti y para resolver todos los problemas que me has ocasionado!

-Puta madre, aquí vamos otra vez.

-¡La primera opción es que te entregues! –siguió. -¡Será una muerte rápida y tu cuerpo podrá servir para el bien del pueblo!

Tabatha quiso salir disparada, abrumada por el miedo, pero la tomé de la mano y la hice detenerse. Busqué entre mis cosas la botella de alcohol y  sin perder el tiempo tomé una rama gruesa que había caído de un árbol cercano y empapé las hojas secas con esta.

-¿Y la segunda opción? –le contesté al punto de referencia. Mi acompañante se veía confundida y aterrada, empezamos a ver sombras borrosas a la distancia por varios flancos. Sin precipitarme encendí un segundo cigarrillo lastimado con muy poco papel arroz y a su vez también las hojas secas de la rama en mano.

-¡Huir! –una carcajada resonó en el bosque, interrumpiéndose por la abrupta tos con sangre, seguramente. -¡Y por siempre tener que cuidarte las espaldas! ¡Sabes muy bien hasta que lugares pueden llegar mis influencias!

Solté una fina ráfaga de humo blanco y pasé la improvisada antorcha por algunos arbustos iniciando algunos incendios. El velo negro se elevó poco a poco.

-¡Lo lamento Bill, pero como vendedor eres un muy buen vigilante! –  disparé la colilla al cuerpo en el agua e invité a Tabatha a seguir andando. Por muy entrenados que estuvieran los hombres de Bill nunca podrían apuntarle a algo tras la cortina de humo. Solo esperaba que el fuego fuera mejor repelente de mosquitos que dos cuerpos empalados.

Cuando salimos del bosque Tabatha insistió con lo de mi relación con Bill.

-Sólo digamos que es la última vez que le enseño a alguien a jugar póquer –le contesté, siguiendo el camino al pueblo próximo de Babam.

Y pensar que era mi única baraja, carajo.


Huevo duro y cigarrillos para el desayuno:

Escena uno: Tabatha en ningún lugar ]

[ Escena tres: Samantha, valquiria, mi amor ]

[ Escena cuatro: Capitán Tavála en el centro del universo ]

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