El grito

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No había visto la hora. Es más, nunca había reparado en el reloj de la torre de la catedral en todos este tiempo. Quizás porque la importancia de su cargo no le había dado un respiro. También porque la entrada al palacio no era por la plaza sino por una calle posterior. Ahora finalmente lo tenía a la vista desde el balcón de su oficina.

La ciudad se encontraba radiante, como pocas veces se había visto desde hace tiempo, principalmente la zona del centro. El palacio lucía magnífico. Todos los edificios se erguían majestuosos, desbordantes de fervor patrio. Por doquier banderas, listones, luces y un sinfín de adornos con los colores nacionales: verde, blanco y rojo.

Verde,blanco y rojo…

En ningún momento había tenido en cuenta estos colores ni les dio importancia, a pesar de estar muy familiarizado con ellos.

Ahora, divertido, comenzaba a darles una asociación muy personal, diferente a lo que alguna vez vio en la escuela, en esas aburridas clases de civismo.

El verde del dinero, de la posición, del patrimonio familiar, de los cafetales y los naranjales, de los árboles altos y de las plantas pequeñas que crecen a su sombra, las otras plantas, en una extensión de hectáreas sin fin. Una extensión tan grande como la que existe entre la marginación y la explotación y los negocios ilícitos.

El blanco de la religión, de la pureza, de la familia. Varias veces demostró en público ser un ferviente devoto, alguien dedicado completamente a los suyos y a los demás. Pertenecía a varias asociaciones benéficas y el mismo comandaba una, que contaban algunas malas lenguas, solo privilegiaba a unos cuantos, incluido el mismo, y servía de escaparate social y político. Esas mismas malas lenguas decían que daba cobijo a personajes y dinero de procedencia no muy clara. Como fuera, su aura de buen hombre y la difusión que los medios daban de ello le granjeó la simpatía del pueblo; no había voz que dijera lo contrario. Aunque tampoco había alguien que tuviera voz.

El rojo de la sangre. Sus manos estaban llenas de ella. Quizás no fuera algo del todo moral, como según el mismo reconocía, pero si necesario y plenamente justificado. Y si se propuso llegar hasta aquí alguien tenía que pagar la cuota. Los caminos se construyen sobre cadáveres.

Verde, blanco y rojo.

El joven maravilla llegó a la presidencia en muy poco tiempo y casi sin obstáculos, de una manera relativamente fácil. La historia no registraba un suceso así. Su apariencia afable, su complexión misma, su simpatía y la suerte le habían ayudado en demasía al venido de un lugar lejano y pareciera que sin pasado. Siempre encontró al hombre indicado en el puesto indicado y en el momento indicado. Por amistad o simple interés. Y ellos habían reconocido su potencial como producto mercadológico, era la herramienta idónea para retomar el poder, para darle una nueva imagen al viejo partido, tan vitupereado y odiado.

Este era su primer evento público de semejante magnitud y el pueblo esperaba con impaciencia la ceremonia del grito por medio de esa voz que era la de todos.

La hora se acercaba y levantándose de su escritorio se asomó por un momento a la ventana. De repente surgió una cabellera negra, rizada y lustrosa entre la multitud. Le pareció haberla visto a lo lejos. Se volvió hacia atrás. Recordaba. Una cabellera que aunada a una apariencia frágil y una figura casi infantil le había subyugado desde el primer momento. Un cuerpo que era la misma manifestación del deseo y que a pesar de ello, al final le provocaba nauseas siquiera la idea de seguir a su lado. Un cuerpo que siempre tuvo y que nunca poseyó. Un cuerpo que le había pedido, suplicado, ser suyo, por siempre suyo. Un cuerpo al que abandonó a su suerte, que despreció, del que huyó. Un cuerpo que era algo más que carne, lo sabía, y del que no iba a ser posible liberarse tan fácilmente.

Recordó lo que tantas veces le habían repetido en su niñez, que un cuerpo es algo más que carne o un objeto. Son emociones, sentimientos y además tiene un nombre, en suma, una persona. ¿Cual era su nombre? Que caso tenía recordarlo, sobre todo si nunca lo pudo olvidar. ¿Y por qué el de ella necesariamente? Mujeres, cuerpos, carne, objetos, como quiera que se les llame, las podía tener en el momento que quisiera, sin reproches ni complicaciones.

¿Amor? Que palabra tan inconveniente, tan complicada, tan difícil. Por eso prefería tener solo cuerpos. Nunca había experimentado una sensación parecida pero sabía que había quien lo sentía y por ello vivía pero también sufría. Estamos en un mundo desechable, pensaba, y por ello todo y todos son prescindibles, incluyendo el amor. Aunque también reconocía que nunca se había sentido tan bien con alguien… o algo.

Sumido en estos pensamientos de repente sintió un  fuerte escalofrío y mareo y tuvo que retroceder para apoyarse en su escritorio. Escuchó un leve crujido, posiblemente del piso de parqué, aunque le pareció que era el de sus huesos. Conocía por voces de otros que el despecho de una mujer era algo de lo que tenía que cuidarse aunque en innumerables momentos parecía se había olvidado. Esta sensación de miedo le era incómoda, sobre todo siendo el hombre más poderoso del país.

Tomó asiento y quiso tranquilizarse paseando la vista por la inmensidad de su oficina, queriendo ver los detalles del frontón de su librero o mirando su retrato al lado suyo, reconociendo que era el mismo, el presidente de la nación. Sin embargo los nervios no disminuían y volvía a sumirse en esos recuerdos.

No había visto la hora.

La presencia de su secretaria lo volvió a la realidad. Había llegado el momento de la ceremonia. Se acicaló y comenzó el recorrido por la galería hacia su destino. El protocolo lo tenía bien ensayado. Las salutaciones de rigor a los invitados, los secretarios, embajadores, empresarios, el mundo político, industrial y cultural en pleno. Desfile de rostros. Mas él estaba más concentrado en la cabelleras femeninas. Algún periodista comentó haber notado una expresión extraña en la faz del presidente. Llegó la guardia de honor y se realizó la ceremonia del abanderamiento.

Verde, blanco y rojo. Una bandera. Una cabellera negra…

La volvió a ver, ya no entre la multitud sino muy cerca de el. Cerró los ojos por un momento y al abrirlos ya no estaba allí.

– Imposible, otra visión- se repetía interiormente.

Avanzó unos pasos empuñando el lábaro hacia el balcón. La guardia abrió los cortinajes. Al verlo el pueblo emitió un rugido ensordecedor. Miles de flashazos brillaban en toda la plaza y en los edificios circundantes. Las pantallas instaladas repetían la figura del nuevo prócer, del hombre venido de lejos que era la esperanza y sería la salvación de la nación. En medio de tanta algarabía y felicidad la gente no dejaba de comentar ese gesto extraño de su líder y como la mirada presidencial se perdía buscando algo o alguien a lo lejos.

Era la hora y entonces dio un grito aunque tenía la impresión de no haber emitido sonido alguno. Dolor. Voces. Conmoción general. Una cabellera negra.

Verde, blanco y rojo. Los demás colores estaban desapareciendo.

Todos excepto el rojo…

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