El Drama de Jacobo

Cuando Jacobo despertó en medio de la noche, un peso inigualable le oprimía todo el cuerpo. Sus sábanas se habían literalmente transformado en bloques de papel que torturaban al desdichado joven. Se preguntaba cómo iba a poder librarse de esa carga abrumadora e intentó levantarla con la fuerza de sus brazos, pero ni siquiera logró moverse de un milímetro. Así estuvo un rato, peleando contra la masa misteriosa hasta llegar al agotamiento físico y darse por vencido.

¿Cuál era esa pesadilla horripilante? ¿Un sueño absurdo? “A lo mejor estoy dormido – se dijo Jacobo. – Si ese fuera el caso, la mejor escapatoria sería sosegarse. Luego escucharía mi despertador sonar y como de costumbre, me levantaría y me iría a preparar un buen café mientras escucho mi disco favorito”. Fue así como se tranquilizó y a pesar del dolor, se dejó caer en los brazos de Morfeo y se sumergió en un sueño profundo.

El reloj marcaba las seis y media de la mañana cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana de la habitación. Al sentir el calor acariciarle el rostro, Jacobo abrió los ojos y quiso estirarse. Pero perduraba su suplicio: aún estaban sobre él los bloques de papel que lo inmovilizaban. “¡Qué fenómeno tan extraño! ¿Qué diablos está ocurriendo?” se dijo molesto.

Ahora que la luz lo permitía, se puso a observar atentamente el objeto de su padecimiento. Aunque no fuera muy cómodo hacerlo en posición acostada, constató que cada uno de los bloques estaba constituido de papeles de colores diferentes. Jacobo sentía el yugo de una multitud de arco iris, de carmines intempestivos, apacibles índigos y maliciosos dorados, entre otros miles de tonos que en circunstancias normales hubieran sido dignos de una increíble obra de arte contemporánea. Y sobre cada una de las hojas, podía entrever unas inscripciones cuyo sentido le era imposible descifrar.

Jacobo se concentró en ellas con el afán de reconocer por lo menos una letra, pero en vano. Solo veía un conjunto de jeroglíficos que sin duda provenían de un idioma ajeno. Dibujos extraños se combinaban entre ellos para formar líneas de códigos semejantes a un sistema binario complejo, fórmulas matemáticas confusas que se confundían entre los colores. Hasta que finalmente se dio cuenta que un símbolo se repetía constantemente, una especie de garabato parecido a una firma.

Fue en aquel momento que un ruido espantoso de ráfagas de viento se escuchó en la habitación. Jacobo seguía boca arriba y veía las hojas de papel volar por todas partes. Poco a poco, fueron formando una explosión de colores que dejaba rasgos de pigmentos irisados en el aire. A pesar de la belleza excepcional de ese fenómeno, Jacobo gritaba sin cesar implorando al cielo rescatarlo. Las hojas de papel le arañaban la piel y tenía la sensación de que alguien le estaba dando latigazos con una extrema crueldad.

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Paradójicamente, al mismo tiempo, su cuerpo iba retomando vida. Más volaban las hojas, menos el peso le tiranizaba. Y de repente, empezó a poder mover las manos y los pies. Cuando ya se pudo levantar, se percató de que todas las hojas se dirigían hacia un mismo punto, como si todas fueran guiadas por un soplo maléfico. Iban formando progresivamente un túnel al fondo del cual Jacobo vio una pequeña puerta. Se dirigió hacia ella protegiéndose el rostro lastimado, la abrió con cierta dificultad hasta que finalmente logró entrar.

Los papeles constituían ahora los muros de un inmenso corredor multicolor sin salida y en los cuales las mismas inscripciones que antes aparecían. Jacobo las asignó a la mano del diablo. “¡Seguramente ese espíritu malvado se está burlando de mí!” Esta nueva prueba duró horas y horas. Fue un sempiterno vagabundeo que extinguía a fuego lento todas las esperanzas de Jacobo.

Después de avanzar lo que le parecieron kilómetros, el pobre hombre empezó a titubear. Los colores eran tan intensos que le provocaban mareos y dolor de cabeza. Se sentó contra la pared multicolor y cerró los ojos un instante para dejar de ver el insoportable arcoíris. ¡Cuál no fue su sorpresa al ser literalmente absorbido por la pared!

Apareció así en una inmensa pieza límpida cuya blancura le cegó unos instantes por completo. Tuvo que acostumbrarse un momento a la luz antes de constatar que al lado opuesto del recinto había un escritorio colosal sobre el cual se veían varias columnas de papeles de colores. Detrás de esas columnas, medio escondido, un enano vestido con un traje blanco estaba sentado sobre una silla de tres veces su tamaño, y que iba firmando, uno por uno, los papeles que le llegaban desde una máquina situada justo detrás de él.

Jacobo se acercó lentamente, y cuando alcanzó el escritorio, buscó la mirada del extraño personaje cuyo rostro no revelaba ninguna expresión, como si estuviera vacío de sentimientos, e igual a un robot repetía continuamente el mismo gesto. Jacobo presentía que ese ser raro era la clave de todo lo que le había sucedido y le habló:

– “¿Señor? ¿Señor? Por favor ayúdeme…
– Nombre por favor – le contestó él sin desviar la mirada de sus papeles.
– Jacobo Castillo… pero…
– ¿Edad?
– Veintisiete.
– ¿Domicilio?
– ¿Es una broma de mal gusto? – objetó Jacobo.
– ¿Domicilio? – insistió el enano.
– 77 avenida Hidalgo, colonia Guerrero.
– Bien señor, por favor, siéntese allí y espere hasta que le llame.
– ¡Pero no hay asiento!”

El enano ignoró su comentario y se puso a buscar entre miles de papeles. Jacobo buscó donde sentarse porque tenía las piernas agarrotadas pero cada vez que lo intentaba, sentía el piso quemarle todo el cuerpo y tuvo que permanecer de pie durante horas. De vez en cuando, preguntaba al enano si ya podía atenderlo pero aquél no le hacía caso y seguía desplazando y firmando hojas mientras la máquina escupía otras con un ruido infernal.

Al fin, el enano se quedó un rato mirando un papel de color morado y llamó a Jacobo que se dirigió con prisa hacia el escritorio gigantesco.

– “Señor Castillo, le ruego que vuelva mañana. Su expediente está incompleto y no podemos satisfacer su petición.
– ¿Pero de qué petición me habla usted?
– De su solicitud para obtener el certificado que acredita su petición. Mire, está escrito aquí, abajo.
– ¡No se ve nada, la letra es minúscula! – exclamó Jacobo – ¡Además, no he hecho ninguna petición!
– Si usted está en mi oficina, es obvio que hizo una petición – retocó el enano con indiferencia.
– ¡Pues no me importa! ¿Cómo hago para salir de aquí?
– Es muy simple, de la misma forma en que usted llegó.
– ¿Es una pesadilla? – se exasperó Jacobo – ¡Estoy soñando! ¿Cierto?
– Lo siento señor, no entiendo de qué me está hablando. Ahora, si no tiene los documentos que se requieren, tenga la amabilidad de retirarse porque tengo trabajo.”

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Ya era el colmo para el pobre joven. Su desesperación se convirtió rápidamente en una ira inconmensurable y perdió el control de sí mismo. Quiso subir sobre la mesa del escritorio para golpear a su interlocutor pero al momento de hacerlo, las columnas de papeles crecieron hasta formar torres del tamaño de rascacielos. Jacobo se quedó solo, pegando con los puños a un muro silencioso. Se sentía totalmente impotente frente a tanta absurdidad. Desanduvo el camino andado con el corazón lleno de rabia y de incomprensión hasta encontrarse de nuevo en su cama, atado de pies y manos, bajo una montaña de bloques de papeles de colores.

Acabó consumiéndose en los meandros de la demencia al acecho de un objeto desprovisto de sentido que buscaba entre una infinidad de hojas. Una semana más tarde, la policía encontraba el cuerpo inerte de un artista al medio de centenas de papeles de la administración pintados de todos los colores. Y sobre los muros de su departamento se podía ver la misma serie de inscripciones, los símbolos de la toda poderosa burocracia burlándose del pobre Jacobo.

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