Crónicas de llueve sobre mojado

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-Pinches vidrios polarizados, no se puede ver ni madres –murmuraba Ricardo entrecerrando los ojos frente al cristal. Y tenía razón, con la niebla tan densa, la cortina torrencial y las ventanas oscuras, no se podía ver nada más allá de la nariz.

                Consultó el reloj, las manecillas de acero marcaban las diez de la noche.

                -A buena hora se me ocurrió hacerle caso a Roberta. Tal vez a ella toda esa mierda de cuidar el planeta le sienta bien, pero a mí no –piensa él, recordando también el discursito de “el carro consume mucha gasolina”, “ya hay mucho smog en el aire”, “¿es que quieres un mundo devastado por el calentamiento global para nuestros niños?”; y el acabóse: “además, para como está el litro de gasolina, te estás haciendo un favor tomando el camión”. –Bah, a ver si dice lo mismo cuando me llegue el cheque incompleto. Tres retardos seguidos, caramba. Y la burla de toda la oficina.

                Y perdido en la rabieta de sus pensamientos se puso a golpear el marco de la ventana con la punta de sus dedos, mientras recostaba el rostro fatigado en la mano libre.

                La pequeña Ethel, sin embargo, disfrutaba de la aventura de quedarse varados a la mitad de la calle. Apenas si habían pasado unos quince minutos, pero mientras su madre giraba la cabeza para todos lados, buscando un rayo de luz en alguno de los vidrios del transporte público, la niña no podía pedir mejor situación para practicar el colorear sobre sus libros de dibujo ¡Qué difícil era no salirse de las líneas con todos los niños de su salón gritando y corriendo! ¡Y qué fatiga el encontrar un tiempo en casa para hacer sus deberes!

                -Ahora… papá y Mario… tendrán… que poner… la mesa solos –cantaba ella, contenta de perderse sus labores. –Y si todo sigue así de bien, no tendré que levantar los trastes sucios tampoco.

                Porque eso no le gustaba. O más bien no le gustaba ser la única en hacerlo. A Ethel no le importaba si su hermano era mayor o si había sido el primero, pero se preguntaba constantemente si él y su papá estaban descompuestos, porque según su mamá, eso no lo tenían que hacer ellos. Tal vez eran como los robots que aparecían en los dibujos de su libro, que sólo podían hacer una cosa porque estaban fabricados solo para eso.

                Entonces, impulsada por la inspiración de toda una futura artista, la pequeña dibujó una corbata y unos lentes sobre uno de los androides de papel; y sobre el otro, una gorra de beisbol que siempre usaba su hermano cuando hacía calor.

                Estaba tan concentrada en su arte, que ni se dio cuenta que atrás de ella y de su madre, una parejita discutía en susurros sobre la zorra tal, el engaño tal y vete al carajo tal. Se dice discusión, pero la verdad es que solo Antonia tenía el don de la palabra. Ernesto no decía nada, solo se enroscaba con cada pellizco que recibía en el brazo. Los iba contando, con el “pero no pudiste mantenerte los pantalones puestos ¿verdad?” iban diecisiete. Era el primero en el camión de la ruta 15, seguramente, en desear con más fuerza que la lluvia se detuviera y que los dejaran salir del vehículo. Es más, estaba cerca de importarle un comino que las calles estuvieran inundadas y que la corriente de un río urbano corriera intensa sobre el asfalto.

                -Una gripa sería mil veces mejor que estas chingaderas –pensaba haciendo mutis a la escena. Y pensaba nada más, porque si se le ocurría abrir la boca sabía que eso no acabaría bien. Estaba en contra de las escenas públicas. Menos mal que Antonia también le aborrecía.

                -Espero que tu pequeña aventurita haya valido la pena, porque de mi no te burlas cabrón –volvió a irrumpir la dama, con el pellizco número dieciocho en el brazo derecho. Lo peor no era eso, sino la idea de la tortura al dormir. Ernesto solía recostarse sobre ese brazo, de otra forma ni hablar. Y como, obviamente, no iba a dormir en el lecho matrimonial, se imaginaba el frío del sillón frente a la tele.

                -Demonios, y a ver si no me han cortado el cable… ¡Cof! –tosió al final, mirando el humo que se había concentrado cerca de la cabina del chofer.

                Y ahí se encontraba Héctor “La Rana” Gutiérrez. Se sabía que le decían así no sólo por las calcas que tapizaban el interior y el exterior del autobús; sino también por Chapitas, el payaso trovador que se había subido hace nueve paradas atrás a interpretar su numerito. No dejaban de quejarse del clima, y del atraso en el registro, y de Tláloc, pero no de Cristo, al que le pedían en silencio, de vez en vez, cuando observaban el rosario que colgaba del espejo retrovisor y caía un rayo a la distancia.

                -Por lo menos de esto no te pueden echar la culpa, Rana, esto ya es pedo divino.

                -Cual pinche pedo divino, cabrón, esos putos del ayuntamiento. Estas pinches calles no duran ni madres. Hace un año pasó lo mismo, y el anterior igual. No fueran las del centro porque no, ahí si no –croaba La Rana, porque esa gastritis no lo dejaba en paz y repetía y repetía en intervalos de siete palabras. –Si por mí fuera ya nos hubiéramos largado, pero las putas cloacas se revientan cuando llueve así y una se me tenía que cruzar. Creo que hasta se me ponchó la chingadera, pero ni pa’ saber ahorita. Ya cuando se les ocurra salir a buscarnos veremos.

                Entonces tiraban los dos las colillas al suelo, porque la ventana a su izquierda estaba atorada desde hace meses y el buen chofer no quería arriesgarse a abrir la puerta y dejar entrar el agua. Si apenas una media hora antes se les había abierto la puerta de atrás y todavía no se secaba el pasillo.

                -No, y esta lluvia es la que más cala. La de comienzos del año. Es como si uno se revolcara en pura nieve. Casi casi –decía Chapitas, con el maquillaje corriendo por su rostro por el sudor y el calor del cigarro. –Pos si, espero que pronto ya se calme el aguacero y vengan a hacer el paro.

                Pero eso no pasó. El tiempo siguió su curso y la noche se hizo aguda. Ahora era más difícil saber qué sucedía allá afuera. Sólo podían asegurar que seguía lloviendo por los golpes en el techo y el olor a tierra removida, que cada vez era más penetrante. Todos en algún punto sacaron su celular y se pusieron a marcar, pero la recepción era pobre y las llamadas no salieron.

                -Ahora ni eso, carajo –seguía murmurando Ricardo, ahora golpeando con los nudillos el vidrio a su izquierda. –Y cuando llegue, a Roberta le valdrá una mierda que me haya pasado la noche en un camión del demonio, pensará lo peor y me dejará afuera, sufriendo su estúpido calentamiento global… ¡Señora, ya deje de moverse, me está poniendo los nervios de punta!

                Y la madre de Ethel se congeló, como un conejo que presiente el peligro. Pero mantuvo compostura aún cuando tenía el labio inferior entre los dientes. No iba a dejar que un completo extraño le gritara, y frente a su hija. Tenía muchas cosas en la cabeza como para tolerar tal imprudencia.

                -Pues tal vez a usted no le importe que estemos aquí atascados, pero a mí sí. Unos tenemos cosas que hacer, majadero –y aunque esto último lo dijo casi en un susurro, no dejó de sentirse orgullosa. Ethel no decía nada, solo canturreaba. Había adelantado cuatro dibujos y todavía le quedaban siete.

                -Ahora… mi papá y Mario… tendrán que… recoger sus trastes…

                -¡Ethel! Ellos deben estar preocupados, ten más consideración.

                Pero como a Ethel luego no le tenían consideración, creyó que era un empate.

                -¡Pues haga lo que quiera, pero no se esté moviendo! Como si eso fuera a ayudar a que salgamos de aquí  -respondió Ricardo, callándole la boca a la señora. Entonces se volvió a la joven pareja, que no dejaban de mumurar. Una y otra vez esa ese constante que viene de hablar calladito. -¡Ustedes dos también! ¡A nadie le importa que este pendejo se haya cogido a otra! ¡Dejen en paz ese pinche cuchicheo!

                Eso encendió el coraje de Ernesto, que lo había estado guardando desde hace treinta y dos pellizcos atrás. Se levantó de golpe y por un instante suspiró aliviado en sus adentros.

                -¡Pues a ti que te importa, cabrón! ¡Muy nuestro pedo!

                Y Ricardo, que ya solo buscaba pasar el tiempo desquitándose con el resto, se levantó también.

                -¿Quieren pelear? ¡Váyanse afuera! A ver si así nos dejan a todos en paz.

                Y cuando ya estaban cruzando los asientos, Chapitas se acercó para separarlos. Pero eso solo inició un nuevo fuego. Entre la crítica destructiva del show de Chapitas, la neblina de cigarro que desde hace rato contaminaba el interior, el juicio tentativo de la manera de conducir de La Rana, los nervios alterados de la señora, la cuestionable belleza de Antonia, la poca paciencia de Ricardo y el diluvio allá afuera, se armaron los golpes enseguida.

                Salían los puños de los hombres por todos lados y los gritos de Antonia opacaban el ruido de tormenta, que en lugar de apaciguarse se incrementaba. La señora abrazaba a su hija para protegerla de las balas perdidas, pero a esta poco o nada le importaba, aún con los brazos alrededor de su cuerpecito, ella seguía tarareando cuidando de no salirse de la raya. Estaba muy contenta.

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                Un largo rato después los humos se calmaron, más o menos al mismo tiempo que los celulares se apagaron y los relojes se detuvieron cuando daban las doce de la madrugada. Tal vez fue el taladro del agua sobre sus cabezas, o la falta de luz solar desde quién-sabe-cuando, pero la energía dentro de sus cuerpos se fue agotando. El camión comenzó a mecerse, pero La Rana croaba que debía ser la fuerza del río golpeando los costados.

                Ricardo, con el labio partido y un ojo hinchado, ya no golpeaba el vidrio, solo rasguñaba lentamente la superficie con las uñas, como un perro queriendo salir de su prisión. Antonia y Ernesto ya no tenían más de que hablar, toda la ira ya se había agotado y estaban en un punto en el que no sentían nada entre los dos. Ni amor, ni odio, solo una punzada molesta de doscientos cuarenta y nueve pellizcos. Enfrente, a La Rana y a Chapitas se les había terminado el tabaco. Un rato estuvieron mascando las colillas, solo para tener algo que hacer, pero ahora solo croaba el chofer con cada aliento robado. Ni que decir del payaso, que ahora tenía la nariz roja por la sangre de la confrontación. Con los ánimos derrumbados ni siquiera notaron la escarcha en el vidrio delantero, que opacaba la vista dejando el mundo exterior completamente en una blanca penumbra.

                La madre de Ethel no tenía más uñas que comer y el labio estaba muy lastimado. Algunos mechones se le fueron cayendo y aunque estaba cansada, seguía con los ojos bien abiertos. Tal vez solo un reflejo más y ya.

                La única que seguía divertida era Ethel. Los dibujos en el libro estaban ya bien coloreados y estaba tan orgullosa que quiso seguir pintando en otros lienzos. La pared junto a ella era ahora un mural de flores y animales del bosque; y para cuando todos sucumbieron al sueño Ethel seguía haciendo dibujos en las ventanas empañadas.

                Un golpe en el camión despertó a la gente. La madre de la niña fue lo primero que vieron. Estaba golpeando la puerta del techo, de donde venía grabado la leyenda de EMERGENCIA. La Rana entró en pánico y saltó hasta llegar con la señora, tomándola de la cintura para bajarla de los asientos de donde se había apoyado para alcanzar la puertecita. Fue una repartidera de patadas y manotazos.

                -¡Que está haciendo, pinche loca! ¡Nos vamos a inundar si abres esa madre!

                Chapitas demacradas, todavía modorro, se le unió a su compañero para ayudarle.

                -¡Dejen que se vaya! –gritaba Ricardo, sin ver muy bien lo que sucedía.

                -¡Yo tampoco aguanto más, déjenla que la abra! –siguió Ernesto, subiéndose a otro asiento y socorriendo a la mujer.

                La puertecita se abrió y un furioso viento helado entró tirando a los internos al suelo. Las gotas de lluvia se incrustaban en la piel como cuchillas de hielo. Luchando con la tempestad, La Rana tomó una chamarra que guardaba debajo del asiento y la amarró alrededor del agujero, usando una bolsa para repeler el agua, sin embargo eso no funcionó. El agua siguió entrando mientras los cuerpos adentro corrían de un lado para el otro, buscando refugio sobre las sillas de plástico. El camión se meció bruscamente, haciendo a todos tropezar. Era como si lo estuvieran empujando con fuerza de ambos lados y de la mano de varios hombres. Antonia, que veía a la madre de Ethel con poca capacidad para reaccionar en ese momento, se olvidó del desencanto y tomó a la niña en brazos. Ricardo se abalanzó al agujero en el techo, rezando que allá afuera Roberta no tuviera ninguna razón en su argumento. Ernesto no se quiso quedar atrás y hubo un jaloneo violento en el escape. Se sumaron La Rana y Chapitas, este último mostrando un rostro distinto al que llevaba con el maquillaje encima.

                Y la loca chillaba. Y Antonia abrazaba a Ethel. Y Ricardo le mordía un brazo a La Rana. Y Chapitas se colgaba de las piernas de Ernesto, quien tenía medio cuerpo lejos de aquel claustro. Y un rayo cayó muy cerca de ellos. Y otro. Y otro más. Y todos se agitaron de repente ante el choque del camión contra algún frente.

                Y todos perdieron la conciencia con el accidente.

                Y todos descansaron un instante. Solo uno pequeño.

                El camión meciéndose suavemente era una delicia para la guerra de anoche. Despertaron todos tranquilos, perdidos en ese instante en el que uno no se acuerda mucho de la propia existencia. Algunos de los pasajeros se levantaron del charco que se había hecho bajo los asientos, pero el agua era cálida, nada que ver con la tormenta que hizo varar el navío. Ethel ya estaba despierta para cuando todos reaccionaron. Miraba por el vidrio de enfrente, sentada en el asiento del conductor. Había rescatado algunos crayones de su mochila y dibujaba las ventanas con soles y palmeras.

                Los adultos se levantaron, ayudados por la luz que entraba de aquella ventana, la única sin estar polarizada. Se frotaron los ojos incrédulos y sus miradas de asombro se perdieron ahí, en aquel camión de la ruta 15, que flotaba lentamente sobre un mar que se perdía a la distancia. Sin ningún edificio que contrariara a la razón.

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