Cecilia en quince viajes (II)

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[Primer viaje: Cecilia y… el pulgar arriba]

 

Cecilia y… el hombre de Boixnet

 

Joaquín echó a andar los cascos sobre el teclado a pesar de la amenaza. El calor de la oficina le empapó la frente y un poco más allá de la reciente calva. Sentía que la corbata le sofocaba, pero se le congelaban los dedos con solo acercarse la mano al cuello.

* El empleado debe vestir siempre con camiseta blanca, corbata discreta, pantalón de vestir y zapatos boleados. Debe, también, estar siempre impecable, sin arrugas y sin manchas, con la camiseta fajada y la corbata derecha.

Las letras y números en la pantalla seguían su carrera sin prestar atención al hombrecito de gruesos lentes que se encorvaba en la silla. El reloj en la pared taladraba a través de las risas de sus compañeros y las conversaciones frías hasta sus oídos. Tal vez esperaban a que las manecillas se apresuraran y dieran las tres, pero a Joaquín lo que más le hubiera gustado es que se detuvieran porque no tenía hambre.

*Todos los empleados tienen una hora para comer. Pueden hacerlo dentro de las instalaciones o fuera de ellas, pero deben volver una hora después sin ningún retardo.

DING, DING, DING.

Y para Joaquín toda su vida era ese constante tic-tac en el reloj de la pared, la campanilla de la hora de comer, su cubículo de cuatro por cuatro color blanco nostalgia y aquel protector de pantalla de esferas convirtiéndose en cubos. No sentía pasión por ninguna de estas cosas, incluyendo también la sinfonía de su instrumento de teclas y botones. Pero tenía una filosofía infalible que le garantizaba una vida cómoda y tranquila; y eso a él le hacía feliz, la sencillez de la rutina. Sin problemas, sin peligros y sin amenazas como las que veía en la televisión cuando llegaba a casa.

Secándose el sudor de la frente tomó una bolsa que tenía guardada entre los archivos y salió de su guarida. Llegó hasta el balcón, devoró el sándwich lentamente, se bebió con calma su refresco y se fumó un cigarro.

*Queda estrictamente prohibido fumar, beber alcohol o ingerir sustancias ilegales dentro de las instalaciones.

*Área de fumadores.

Miró asustado como se le iban los dedos de la mano izquierda sobre el barandal. Golpeaba el acero como escribiendo todavía los informes; aunque también pudiera ser que continuaba nervioso por su reunión con el jefe aquella mañana.

Pensó, pero no mucho. No recordaba cuando había sido la última vez que había pensado. Se escuchaban los engranes dentro de su cabeza rechinando por el tiempo. Se sintió frustrado y quiso desahogarse con su jefe, su doctor y su madrecita santa, esa señora tan metiche que vendía tamales en el mercado Zaragoza y que se había unido al ataque en tres frentes. Pero no pudo, porque para ello tendría que meter las manos al bolsillo y sacar el celular.

Entonces se acercó al cenicero, tiró el esqueleto del tabaco y regresó a edificio.

* Deposite sus colillas dentro del contenedor.

*Queda prohibido el uso de celulares y otros dispositivos en horas laborales.

Todavía quedaban cinco minutos. Siempre quedaban cinco minutos. El viaje al baño ya estaba cronometrado. Entró, realizó sus asuntos, se lavó las manos, tiró la basura en su lugar y regresó al calor de su cubículo.

*Lávese las manos después de ir al baño.

*Deposite el  papel en la basura.

Su jefe no se presentó otra vez hasta faltando veinte minutos para el final de la jornada. No hablaron, porque para hablar, los dos tendrían que haber intercambiado palabras. Y Joaquín solo asentía, tembloroso, nauseabundo, pensando en la clara contradicción de la orden superior. En la paradoja que existía de obedecerlo y no obedecerlo al obedecerlo. Cuando por fin terminó de hablar el jefe, este solo le ofreció unas palmadas en su hombro y esbozó una sonrisa por demás empresarial.

-Te veo en dos semanas entonces, Joaquinito. Que te mejores.

Y se fue.

El jorobado hombrecito rechinó los dientes y quiso levantarse de golpe de su silla, pero de nuevo sintió que las extremidades se le congelaban. Sacó de su bolsillo su inhalador y le dio algunas pasadas.

*Cualquier falta de respeto hacia los compañeros o los jefes directos puede terminar en una inmediata suspensión o despido.

*Los empleados, después del primer año en la empresa, tienen derecho a una semana de vacaciones. Cada año reciben dos días más. Las vacaciones no son acumulables.

-¿Y qué carajos voy a hacer yo durante tres semanas? –decía él en susurros mientras guardaba sus cosas en la maleta y se frotaba las sienes.  -¿Qué no toman eso en cuenta?

Estaba deseando largarse dejando un par de hojas inconclusas en la pantalla, como símbolo de protesta inmediata. Pero de nuevo no pudo. Salió sin mirar a nadie hasta la máquina de tarjetones y quiso largarse sin darse de baja en el sistema. Pero, por última vez, no pudo.

*Los empleados deben entregar todos  sus informes completos antes de salir.

*El personal que no se de de alta y de baja en el sistema a la hora de su arribo y salida, respectivamente, será penalizado con una falta injustificable.

Joaquín subió a su camioneta y golpeó el volante varias veces. Volvió a intentar darle vuelta al engranaje, pero todavía estaba muy oxidado. Encendió el vehículo y se marchó, furioso, deseando poder hacer más cosas en el camino que sabe que no debe y que al final no puede.

*ALTO

*MÁXIMO 60 KM/H

Continuó derecho por la avenida Fidel Velázquez. Para su suerte era jueves por la tarde y las calles estaban vacías. Entró por una calle que salía en la curva donde empezaba la Dr. Rafael Cuervo X. Justo unos metros antes de subir el puente que cruzaba el Boulevard Portuario vio una cartulina tirada en el suelo cerca de un anuncio de cerveza Pacífico, pero estaba muy molesto como para prestarle atención. El borrón de una figura tras el anuncio fue ignorado para su desdicha.

Por fin llegó a la playa y detuvo la camioneta cerca de la arena. Era una playa sin chiste, vacía y callada. El único lugar que conocía más allá de la oficina y su casita en el centro. En la radio, mientras tanto, terminaba de escucharse Peces de Ciudad, de Joaquín Sabina y el locutor les deseaba a todos un feliz jueves.

-Un feliz jueves, cuanta mierda –pensó por fin, ayudado por la soledad y el tranquilo arrullo de las olas sobre la arena. El pobre hombre se encontraba perdido entre las órdenes acotadas y las inconclusas. Esas que no podría cumplir mientras estuviera encerrado en casa.

Estuvo ahí un rato un rato más, contemplando el mundo que terminaba en ese lugar. Revisó la hora, sacó su agenda y encendió la camioneta. Dio media vuelta y se acercó al puente.

*Comprar Coca y pan dulce de regreso.

Al acercarse de nuevo al anuncio maltratado, ahora desde el otro carril, Joaquín se encontró con una joven dormitando con el brazo extendido sobre su cabeza. Tenía el pulgar arriba y una cantidad de tentáculos saliendo desde su cintura.

El hombrecito frenó en seco. Por un momento no se movió, esperando que el espejismo de la mujer-pulpo desapareciera del cristal. Pero no. Cecilia, que se había despertado por el sonido de las llantas derrapando sobre el asfalto,  se levantó del suelo e hizo bailar sus manos y tentáculos para atraer la atención del hombrecito gris. Se dio cuenta de que su cartulina yacía boca abajo en la tierra y lo levantó, para dejar ver a Joaquín el mensaje profesado, de mala letra y obvia contradicción.

*Quiero ir por Pacífico

-Esto no pasaría si estuviera en mi cubículo –susurró de nuevo Joaquín sin dejar de ver a la dama. Y pensó, todo en un fugaz relámpago entre los engranajes, en sus cuatro por cuatro, y en las risas junto al garrafón, y en el interminable tic-tac, y en la hora del almuerzo, y el papel en la basura, y las colillas en el cenicero, y en los lápices dentro de la taza sin café, y el teclado de las letras borrosas, y la corbata tan apretada, y el roce de los pantalones negros de vestir que le sofocaban las piernas. Las normas en el reglamento. Las tareas en su agenda. Los informes apilándose en torres. Fue como si aquellos siete años de trabajo de escritorio de repente lo aplastaran, quebrando sus huesos y dejando sus órganos hechos gelatina.

En un arranque de odio propio, Joaquín sacó su inhalador de la guantera, le dio algunos golpes de aire y metió la reversa. Se detuvo junto a Cecilia y bajó la ventanilla.

-¡Buenas tardes, señor! Mil gracias por detenerse, llevo casi medio día atorada en este lugar ¿Le molestaría llevarme?

-¿A dónde te diriges? –respondió él, tratando de mantener la compostura. Como el que sigue escéptico.

-¡Al océano Pacífico! –dijo Cecilia señalando el cartel entre sus manos. –Necesito, urgentemente, un cambio de aires.

Joaquín, tras un momento de escuchar el cristal de sus tareas y obligaciones rompiéndose a pedazos, comenzó a reír como no lo había hecho en mucho tiempo. No era una risa estruendosa, pues también en eso estaba oxidado. Era más bien una risa de algunos suspiros. Y se rió por el malentendido en el cartel, lo que seguramente había espantado a otros conductores. Se rió también por la cecaelia, porque todo parecía tan irreal que ni teniendo a la chica al pie de la camioneta podía pensar en una mujer con tentáculos en lugar de piernas. Y, finalmente, se rió por la ironía del asunto, porque ahí estaba él, quejándose de repente por la asfixia de vivir 12 horas, por siete años consecutivos sin descanso dentro de un claustrofóbico cuatro por cuatro, y Cecilia tenía todo un mar al que ya no quería regresar.

-Sube –le dijo al final, quitándole el seguro a la puerta.

La dama-pulpo subió dando brincos al asiento del copiloto y ambos se alejaron, poco a poco, de la ciudad que descansaba a orillas del Atlántico.

Tal vez era mejor no volver al lugar donde uno había sido feliz, diría Sabina.

By StressedJenny
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