Ay Lola, que Dolores

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-Lo que pasa es que tú ya no me quieres mas.- exclamó Lola en un vuelco al corazón, justo a unos cuantos segundos del beso, del abrazo y de la última llamada del autobús de las ocho. Estaba yo a punto de reclamarle la ilogística cuando, ya en medio de la gracia, Lola se había dado la media vuelta, contoneando su vestido de campana blanco y dirigiéndose hasta la salida, sin regresar la mirada. Traté de seguirle el cuello a través del caos de viernes en la noche, pero pronto la figura de Lola se había convertido en una despeinada mancha de café sobre una servilleta y esta misma desaparecía a lo largo y ancho de toda la estación. Volando bajo con el doblez de la tela que se le hacía constantemente entre las rodillas. Y me quedé ahí, en medio del tugurio humano, pensando que esa era una despedida poco usual.

“Ay Lola, que Dolores…” dije al final; recapitulando y sin comenzar persecución.

 

El segundo respiro me ayudó a subir hasta el camión y todavía quedaron fuerzas para llegar hasta mi asiento, sin soltar la carpeta bajo el brazo. Allá afuera la noche se había apoderado de la central y restregaba indiferente un cielo negro sin estrellas, tristemente afectado por las luces de la ciudad. Llamaban indiferentes a tomar el tal por cual tren número A y los capitanes de barco gritaban a regañadientes contra la injusticia de volver a navegar. “Noches de café y timón”, recordaba “Aventuras curvilíneas de ronquidos a las tres de la mañana”.

Sin embargo, lo único en lo que podía pensar en medio de la espera y el temblor del camión era en Lola. Lola en los dedos que golpeaban el borde de la ventanilla. Lola en la pierna derecha saltando de impaciencia. Lola en la poligamia de casarse con la imagen de afuera y el reflejo de ti mismo en el vidrio de la izquierda. Ahí estaba Lola, fundiendo una sombra de presencia y realidad en un mundo escenificado para la tragedia.

 

Y los dedos me hacían cuestionar el comentario de Lola a mi partida. La rodilla me preguntaba si no habría sido más fácil y hasta enternecedor si todo hubiera quedado en un beso, el abrazo y un: ¡Bon Voyage! de esos que tanto le encantan; y al término de la razón, ese fantasma de mi persona al vidrio que daba hasta el pueblo me decía que, ciertamente, esta no era la primera vez. A final de cuentas, Lola siempre había sido así ante todo y en contra de todos. Una mentecilla anarquista que a la mitad de cualquier situación se las arregla para romper la costumbre y asombrar con onomatopeyas citadinas. Algunas hasta inventadas, que es cuando se pone creativa y ríe con mucha sinceridad de su parte.

Sin mucho problema puedo decir que esto no asumía ni asume una queja de mi parte. De esto mismo me había enamorado yo de ella, de su actitud tercer mundista con brochazos y complejos de libertad inmediata. De esa contraparte de sí misma cuando era jueves en la noche, pero nunca cuando era lunes en la mañana.

 

Pero Lola nunca dice algo de improvisto. Es de una forma casi exacta de procesar las cosas y cuando quiere cambiar estándares siempre tiene una razón lógica, precisa y constante. Nunca puedes ganarle, ni a razón de espera. Así entonces, ¿Porque demonios asumía ella que ya no la quería más?

 

Y eran cinco espacios antes de la oscuridad y partí de inmediato. Ya no estaba Lola en la estación luciendo sus manos en un tic tac del reloj. La carroza salió y cuando hubo un borrón de su nombre en la estación comprendí que no saldría a buscarme corriendo detrás de la aventura. Ella no es así. Cuando algo se le mete en la cabeza no hay poder humano, divino o endemoniado que la haga cambiar de parecer. Pero eso si, a Lola la adoro. Es una mujer que tiene más notas ocultas, que tiene más ritmos y arrebatos de improvisación que cualquier otra mujer, o que un swing o algún soneto despampanante de Big Band. Millares de hombres han querido crear sinfonías y melodías sin filo, sin trazo, sin partituras como el jazz que es Lola de frente, a mis espaldas o a la suya despeinada. Y sin embargo… Ay, Lola, que Dolores los tuyos. Tan terca, tan obstinada, tan propia de ti misma.

Ella sabe cuánto la quiero. Lo supo desde aquellos momentos que venía de vez en cuando al café donde tocaba y me miraba desde el otro lado de su taza de porcelana. El humo y el vapor le cubrían con besos el rostro pero ella mantenía la mirada, como esperando el momento adecuado para un cambio de ritmos tan propios de mi, tan propios del piano y de ella misma. Que se levantaba de su asiento y las notas se apagaban. Que golpeaba con los dedos la mesita aburrida y ya había colores en el estribillo. ¡A tomar cinco y no dejar nunca de tocar a quemaropa!

 

Y… no me gusta viajar por la noche. Haría más fácil un poco de sueño porque no hay más que ceniza y carboncillo en la televisión. Las ruedas no aceleran, las lineas amarillas pasan como puntos suspensivos sobre la autopista y es difícil encontrarle forma al mundo que existe allá afuera; si es que existiera un mundo allá afuera. Con el frío se dibuja la brisa y no hay nada mas que hacer que encontrar con que rellenar a los moneros de agua. Como desearía existir por afuera de la caravana. Con el frío y la ceniza y el carboncillo. Con el agua del tintero de los moneros de la brisa. Escribir el nombre de Lola como escribo con facilidad tanta locura para el piano. Me aferro a dibujarla a contra luz, aprovechando el frío y la lluvia que comienzan a caer en la carretera y creando garabatos con los dedos en el ventanal empañado. Y es dificil dibujarla; como lo es dificil componer una obra con su nombre y que venga desde Nueva Orleans hasta acá. ¿Y será acaso música a favor de los metales? Tal vez un sax. Si, el sax de Coltrane y con Miles Davis en la trompeta. Sin voz. Lola ya es una voz. La única y la mejor. De las que se acuestan sobre el piano en un vestido rojo; pero Lola no necesita un vestido rojo porque ya es la primera, la segunda y la ultima nota del vals. Está presente mas allá de cualquier monigote que se mofe de hacer lucir un instrumento. Lola no es un instrumento; es una orquesta. Es la batuta en un concierto de Tchaikovsky y el humo en los blues de Memphis. Se levanta y hace allegros. Se detiene y retumban los tambores.

Cerré los ojos y escuché la música con todos los colores y sabores. El resonante saxofón de Coltrane a la par de la imponente trompetilla de Miles Davis. Tan tenue, tan perfecto. El cuarteto Brubeck en la gala de la locura. Las sonatas de Amadeus. La increible sordera de Beethoven con su singular elocuencia. Pude escucharlo todo através del viento quebrandose al paso de la caravana. Lola y el vestido rojo. No juntas, separadas.

Entonces comencé a tocar.

Ahí,a la mitad del camino, donde no se podía ver mas allá de las señales y los memorandum del kilometro afligido, tocaba un piano inexistente solo para acompañar a los camaradas dentro de la cabeza.

“¿Y no será que he hecho algo y sin pensarlo?” dije cuando se arrastraba el ultimo cuadro de música en mi cabeza. En ese momento donde la melodía se va apagando poco a poco y a uno le entra un sueño ligero, pero encantador. Y el auditorío se volvió de nuevo aquella cápsula rodeada por el carboncillo y los monigotes frescos. Los aplausos eran un humo blanco del sueño de los involucrados y al final fui dejandome dormir sobre el extraño bip que anunciaba las tres de ser mañana.

 

¿Y que significa ser esa mujer llamada Lola para mi? Tal vez solo una jovencita convencida de que en mí había un hombre que era tambien una nota. No todas, como ella. Solo una parte minúscula de la melodía.Tal vez un cambio de trastes. Tal vez una intensidad en el piano cuando los dedos blancos resbalan con los negros. Estos dedos. Aqui, ahora y en ese entonces sobre la Calle del Delfìn Verde; que regresé de mi conciencia de sueños fatalistas donde no soñaba que Lola abolía esa pregunta y me venía hasta acá para tocar con mas corazón. Y el sueño era el humo a mi alrededor. Mas grave y pronunciado que la gente acomedida. Un lugar donde no era mi cafetería. No era la singularidad de mi propio piano y no había una Lola a la primera fila, provocandome con risitas entrecortadas de tercer vocal.

Ay Lola, que Dolores. Que dolores porque aquí no estabas y ni siquiera la cerveza derramandose entre la espuma podía sacarme del anonimato. Esta música que es nuestra y que ahora es un seudonimo no me da la individualidad. Estos dientes pútridos de la cajita de madera no sonríen con alegría como en el café donde te bebes mis sonetos más desvalijados.

¿Quien es Lola? Lola es la nota que viene. Y la que sigue, y la que regresa una vez mas. Lola es la figura que en aquel día de verano se atrevió a levantarse de su asiento y darme un beso de casados. Corto, simple, pero laico. Un beso que se sentía como matrimonio fortuito. De los que ya no se ven más.

Y Lola habla entre mis notas. Son iguales a ella. Son melomanías de apasionarse con el deseo y seducción; pero que guardan los rencores de un error entorpecido por mis dedos. Ni del piano, ni de Lola. Culpas mías que vienen del pasado. ¿Será que entonces un reflejo en el pasado, una riña ancestral al tiempo (porque antes de Lola y de mi, de nosotros juntos, el tiempo no existía. Solo un espacio concavo y desvirtuoso de más monigotes en la brisa fría del campo) había vuelto contra lo que eramos nosotros y por eso se decía que ya no la quería más?

¡Ridículo! (y las notas fluyeron con rabia) ¡Inconcebible! (la banda se resiste a levantarse) ¡Desfortunia! (los dientes se rompen en una última explosión de ritmos contra los invitados que han venido de tan lejos para escucharle).

Lola. Y ay Lola, que Dolores. No quedan aplausos. La caida del scotch y los hielitos en el agua al resbalarse. Mas dibujines en la copa. Conejos, mininos y un solo concertino. El humo del cigarro sobre el cenicero y ya contamos con quince historias hechas cenizas en el vidrio. Y a Lola la veo con los mismos ojos de siempre. Lola sigue siendo la encantadora contrastada de su imagen. Es esa cariñosa orquídea que embellece los palcos cuando ni siquiera está ahí y me hace pensar en solo hacerlo por ella.

Y se que no soy el mismo del que se enamoró. No soy el hombre de su vida; no porque no quisiera, sino porque el sabotear está en mi sangre. Porque también padesco de esa enfermedad llamada improvisación.

Y allá afuera no está mas esa ventanilla de brisa fresca. Solamente dos mesas acompañando el escenario de los pantanos ahumados de Nueva Orleands. La neblina gris que se pasea entre los comensales y los aplausos se han secado. El piano no es el mismo piano de mi hogar. Abajo no existe Lola; y es que Lola, sin su gesto indiferente de gusto e importancia no es mas que un swing desbaratado. Dicen que hubo aplausos, que hubo asombro y que hubo música saliendo desde mis dedos. Pero para mi solo ha existido la ausencia de Lola y la despedida incognita de su vestido al contonear. La tos agravada de los espectros. El increìble espectacular con el nombre de la banda hecho un revuelto entre la pared y el suelo. Los compañeros del grupo desvalijados. Las partituras que desaparecen en el equinoccio.

 

Improvisación. Pienso en ello sobre mi persona de camino a casa. La vuelta se siente mas fría, con mas miedo, llena de incertidumbre premeditada. Es casi un homicidio en primer grado. Es casi una sospecha de asesinato a sangre cálida y de manos suaves. Ay Lola, que Dolores. Muchos; no tuyos hacía mi persona. Más míos sobre la improvisación de mi nombre. Que puedo estar siempre en la deriva y sobre los días hábiles no cometo los errores de creer que ya no te quiero mas. Adios, adios, avecilla negra de la quietud post-concertina. Extrañar a Lola durante una salida ahora es mas impotente por la urgente necesidad de salvar lo que tenemos. Por supuesto imaginè la indiferencia. Si, esto es jazz. Ritmos desproporcionados de humores que discrepan. Y yo, que puedo estar y no estar, fallar y consentir, me reservo el lujo de pèrdida. Pero tu, Lola, que cambias de opinion, te acercas y me besas; no eres mas que el azar zurdo.

Entonces duele. Porque van desapareciendo las borritas del ventanal en la vuelta a la ciudad. El piano inventado entre los brazos recargados desafina con el color opàco de la televisiòn. Ni siquiera el sueño encantador, o Ray Charles con sus aleluyas y sus la amo demasiado. Porque tu eres las notas que interpreto; eres el cafè en la primera fila. Mi grupo,. mi banda, mi lienzo y pincel de mùsica mixta. Eres mi piano. El blanco y negro que me gusta tocar con las manos desnudas y provocarte el swing de un beso apasionado.

Ay Lola, sin Dolores ¿De que nos sirven los dolores? Son cabizbajos de la ùnica felicidad que hemos encontrado. Es el perfecto ambiente de trabajo de mùsica suave el de verte sonreìr. Notas al azar sobre nuestras cabezas. Somos jazz. Somos Abril en Parìs o tiempo de verano. Eres el rayo de luz de mi vida. Tu, con todas tus libres acotaciones de libertad; y yo, con los desperfectos de tropezar con y sin error sobre el pavimento; de frente y rompiendome los dedos.

¿Cómo te atreves a creer que ya no te quiero más? Podré caer tantas veces, o fallarte sin intenciòn de ritmos. Pero el amor no puede pasar de largo. No es una cuestiòn de olvidar o dejar de; sino de tocar e interpretar el mejor concierto a dueto de la sub-modernidad social. Son los frenesìs de sudor y aventura sobre la marcha que continuan y no hay razòn para arrojarnos del tren. ¡Son las làgrimas de clave de sol derramadas sobre el suelo de la caravana!

Ya era hora. Entre todo el caos interpersonal de saber y no saber que hacer al ver a Lola nuevamente, la carroza de moneros de agua había aparcado cerca del andén. La gente poco a poco fue saliendo de entre sus fauces y me levanté desganado buscando incorporarme a la realidad. Los sueños de nuestra paz se quedaban en el sueño insómnico y si a Lola le parecía tal o cual las razones de apartarnos… era difícil conseguirle una diferencia mediática.

Así pues, finalmente metí las manos al bolsillo buscando la basura que no termino de guardar, buscando el resguardo de un calor descorazonado; y sin pensarlo encontré un pequeño pedazo de papel amarrado a un cigarro suelto.

 

“Una broma, corazón, pero no me gustan las buenas despedidas. Aquí espero a tu regreso. Besos, Lola.”

 

Y yo, a lagrimas y carcajadas en el autobús de regreso, repitiéndome en la cabeza la declaración de independencia de mi parte contra el mismo reflejo en la ventanilla de la caravana antes de bajar… Ay Lola, que Dolores. Que Dolores los tuyos, los míos y los nuestros.

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